miércoles, 14 de noviembre de 2018

Tratado de las Líneas Quebradas




Tratado de las Líneas Quebradas


La frontera no es una línea—

es una cicatriz que nos atraviesa a todos.

Del otro lado, otro como yo

carga su mismo rifle, sueña con su mismo río.

¿Quién dibujó este mapa con tinta de veneno?

Ningún hombre nace con fronteras en la lengua.


Autora Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Derechos Reservados de Autor.


miércoles, 24 de octubre de 2018

Geología del Vuelo.

 

Geología del Vuelo


Las guacamayas cruzan el cielo

como zafiros animados,

trazando mapas de semillas y trinos

sobre la herida abierta de la tierra.

Son joyas que no se minan,

se admiran:

testigos alados de un país

que aún respira bajo los escombros.


Nosotros, abajo,

cavamos túneles hacia ninguna parte,

buscando en las profundidades

el azul que ya llevamos en las venas.

¿Cuándo entenderemos

que la riqueza no está bajo tierra,

sino en el vuelo que nos olvida las manos

y nos devuelve el alma?


La verdadera piedra preciosa

no se comercializa ni se roba—

se contempla en el instante

en que un ala roza el horizonte

y nos recuerda

que la libertad es la única gema

que no puede venderse,

porque no tiene precio:

se vive.



Nota:

Este poema une lo mineral (zafiros) y lo orgánico (guacamayas) para hablar de la identidad de mi país. Mientras cavamos túneles buscando riquezas efímeras (petróleo, oro), las guacamayas nos recuerdan que la verdadera abundancia está en la belleza que vuela libremente sobre nosotros. El "vuelo que no se vendió" es metáfora de la dignidad intacta: aquello que no se comercializa, ni se roba, porque pertenece al patrimonio del alma colectiva.


Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Derechos Reservados de Autor.



viernes, 13 de julio de 2018

Mara, la Hija de Nadie.

 LA HIJA DE NADIE


Prólogo:


El Río Turbio:


"El Turbio no perdona ni purifica. Solo arrastra secretos como petróleo viejo. Esta es la historia de Mara Nadie... o de todas las que fuimos."

— Sofía Rossi (desde Moscú, 2020)


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La Medalla Caliente.


Barquisimeto, 1998. El ventilador de la oficina bancaria esparcía papeles mientras Carolina Rojas, licenciada en finanzas, observaba a Mara, de 25 años, sudar sobre el formulario de crédito.


—¿Parentesco? —preguntó Carolina, señalando el formulario—. Aquí solo aceptamos sangre, no leyendas.


Mara sacó la medalla de Arturo, con la inscripción «A. V-R, Expo Lara 1975», y en el borde aún tenía sangre seca —de cuando Ramón se cortó limpiándola.


—Soy su hija no registrada. Mi hermana Betty sí lleva el apellido completo: Valero-Rocas.


El aire se espesó. Carolina reconoció el perfil grabado en la medalla: era igual al retrato de Arturo en la revista Élite Larense.


—Compartíamos cuarto en el barrio El Cují —continuó Mara, con la voz como un hilo tenso—. Betty dormía en una cama con dosel traída de Maracaibo. Yo, en un catre que Ramón, mi padrastro, encontró en la basura. Mi madre, Eliza, veía ángeles... y cuando levitaba, sangraba como Cristo.


Carolina ajustó sus lentes, algo en esa historia olía a café quemado.


—Una tarde de 1988, mamá flotó sobre la cocina cantando en latín. Ramón intentó bajarla con una soga. Betty me gritó: "¡Cállate, bastarda!". Esa palabra me quemó más que el hambre.


—¿Hambre? —interrumpió Carolina.


—Betty desayunaba jugo de naranja y arepas de trigo. Yo comía sus sobras si Eliza no estaba en trance. Mi padre le pagaba La Salle a Betty... pero jamás un bolívar para mí. Ramón cubría mi escuela pública con billetes grasientos.


La mentira llegó en 1992:


—El viernes santo, Eliza levitó tan alto que golpeó el techo. Dije que Ramón había intentado violarme. Betty apoyó mi mentira... no por mí, sino porque quería huir a Caracas con papá. Arrestaron a Ramón. Al día siguiente, mi hermana empacó su cama de princesa y me dijo: "Quédate con la bruja y su sangre falsa".


Carolina observó una cicatriz en la muñeca de Mara.


—¿Y esa marca? —preguntó.


—El catre de Ramón. La noche que lo denuncié, lo rompí a patadas. Un clavo me cortó aquí —señaló la línea blanca—.  

Sangré como Eliza, pero sin milagros.


Silencio. Solo el tic-tac del reloj de pared.  


—Hace tres años fui a la hacienda de mi padre —continuó Mara—. Me recibió entre cafetales.  

—Usted no es Valero-Rocas —dijo—. Tiró dinero a mis pies:  

—Para zapatos que oculten esos pies de pobreta.


De repente, la secretaria entró:


—Licenciada Rojas, el señor Valero-Rocas insiste en verla.


Entró Arturo Valero-Rocas, con olor a tierra recién llovida. Sus ojos azules recorrieron la oficina sin detenerse en Mara.


—Carolina, el préstamo para mi nueva trilladora...


Mara se levantó. La medalla Expo Lara 1975 brilló en su mano abierta.


—¿La reconoce, señor? —preguntó Carolina.


Arturo palideció. Vio sus propios ojos reflejados en los de Mara.


—Usted... la hija de la endemoniada.


Mara recogió su bolso:


—El préstamo fue rechazado. Gracias, licenciada.


Al pasar junto a Arturo, susurró:


—Betty le manda saludos... papá.


En el umbral, Carolina vio algo inesperado: Arturo Valero-Rocas, patriarca de Lara, temblaba como un niño ante la medalla que Mara dejó caer sobre sus documentos.



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Corona de Georgie.


Barquisimeto olía a lluvia y goma quemada cuando Mara conoció al hombre que cambiaría su vida. O eso creyó. Era 2003, y en el patio de la Fermín, Valeria Moli —hija del zar del caucho— reía rodeada de admiradores. Mara apretó su carpeta de Derecho, sintiendo el roce del catre militar aún marcado en su espalda.


—Tu padre debería demandar a esa profesora —dijo Mara de repente, acercándose a Valeria—. ¿Sabías que robó el examen final?


La mentira fue un dardo envenenado. Valeria la miró con desprecio:


—¿Otra invención de la "hija Valero-Rocas"?


Pero Mara ya había tejido su red. Esa tarde, en la biblioteca, deslizó una foto falsa ante Georgie Moli —"Georgie" para los íntimos—, un hombre ancho como tronco de caucho, con ojos tristes tras sus lentes gruesos.


—Miss Venezuela 1976 me pidió que le devolviera esto —susurró, mostrando un anillo de fantasía—. Renunció a su corona por usted... hasta que me conoció.  

Georgie palideció. Nadie sabía que él cantaba boleros a su ex en Maracaibo. La primera puntada de su mentira había prendido.


La mansión de Cabudare olía a dinero nuevo y resentimiento. Mara ocupó la suite que fue de la esposa fallecida de Georgie, mientras sus hijas —Valeria y Gabriela— hervían en silencio.


—Papá dice que tus perfumes huelen a solvente —le dijo Mara a Gabriela mientras probaba sus vestidos—. Como las empleadas de mi padre.  

—¡Eres una maldita! —gritó Gabriela, rompiendo un florero.


Georgie, ciego de obsesión, solo veía en Mara a la "miss que renunció por él". No sospechaba que ella lo engañaba en moteles de Quibor con Michel, el ingeniero mestizo que diseñaba brazos robóticos para PETROMAR.


—Tuve que estudiar Derecho con hambre —le confesó Mara a Michel una noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de zinc del motel La Candelaria—. Mi padre me negó hasta el pan.  

Era la única verdad que compartía con alguien.


Michel, en ese momento, dibujaba en una servilleta un brazo robótico, y Mara le preguntó:


—¿Por qué diseñas eso?  

—Para niños como mi hermano, que perdió las manos en un derrumbe —respondió él, la primera y única vez que no sudó al hablar.


El final de Michel llegó con olor a pólvora barata. Su socio lo mató en un callejón de Barquisimeto por el dinero del proyecto petrolero. En el velorio, Mara lloró sobre el ataúd:


—¡Era mi único primo! —gritó para Georgie, mientras escondía los lentes, sin lágrimas.  

Valeria susurró a su hermana:


—Ese chico era de Curazao... ¿Qué primos tendría aquí?


Pero Georgie acarició el cabello de Mara. Su dolor era un teatro perfecto.


La mentira que todo lo quebró explotó en la cena de aniversario de Cauchos Moli. Entre champán y hallacas, Mara alzó la voz:


—¿Vieron La Inmensidad? Yo fui la hija de José Gregorio... pero nunca me pagaron.


Un invitado tosió:


—Ligia Elena fue la protagonista... ¿En qué capítulo saliste?  


Mara golpeó la mesa:


—¡Quemaron mis escenas! Temían que opacara a la protagonista.


Georgie aplaudió con orgullo. Valeria vomitó en el jardín. Esa noche, mientras Georgie roncaba, Mara empacó sus joyas que le había dado George. Sabía que el infarto que mataría al zar del caucho en dos meses ya latía en su pecho.


Al abandonar la mansión, una foto se deslizó de su maleta: Michel sonriendo frente a un pozo petrolero. Mara la pisó al subir al taxi. El olor a goma quemada la seguía hasta Caracas.


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Charco De Petróleo.


Caracas recibió a Mara con un bochorno pegajoso y el rezongo de los buhoneros en La Bandera. Las tres maletas falsas —adquiridas en el mercado de Quibor con dinero de las joyas de Georgie— pesaban como los recuerdos que intentaba dejar atrás. En el bolsillo de su chaqueta desteñida, el título de Derecho doblado en cuatro esquinas: un pasaporte nunca usado hacia una vida legítima.


En el Gran Café, entre humo de cigarrillos y murmullos de conspiraciones, Lucas Sapien entró como un fantasma gris. Su traje olía a naftalina y soledad. Mara lo observó pedir un café negro, las manos temblando levemente al abrir el periódico. "El hombre que movía presupuestos nacionales", pensó, "y ni siquiera sabe sostener una taza". 


Se acercó con una sonrisa que había practicado frente al espejo del bus:  

—¿Dr. Sapien? Mara Valero. Abogada larense... Su artículo sobre evasión fiscal me salvó la tesis.  

Sus ojos, acostumbrados a detectar mentiras en los informes ministeriales, se detuvieron en sus zapatos agrietados. Vio lo que ella quiso mostrar: otra víctima del sistema.


El apartamento en Altamira era una cápsula de tiempo detenida en 1998: fotos de una esposa muerta de cáncer, estanterías con leyes obsoletas, y un piano cubierto de polvo donde Mara posó sus maletas. Lucas confesó una madrugada, entre botellas de brandy:  

—Ella murió el día que ganó el referéndum. Yo firmaba actas mientras su respirador se apagaba.  

Mara respondió con su relato más creíble, el único donde la mentira tenía raíces reales:  

—Mi padre me repudió por nacer mujer. Los Valero-Rocas entierran sus errores con silencio.  

En la penumbra, sus sombras en la pared fueron cómplices: dos huérfanos del azar.


La Fundación Eliza nació con papeles falsificados y lágrimas de cocodrilo. Mara mostraba fotos de niñas con llagas en manos —imágenes descargadas de internet— mientras Lucas trabajaba en su informe sobre subsidios.  

—¡Se morirán sin los medicamentos, Lucas! —gimió una tarde, clavando las uñas en su brazo.  

Él desvió los fondos con un correo cifrado. No supo que las "niñas estigmatizadas" eran el nombre en código de sus diamantes en Curazao.


La caída comenzó con un olor a petróleo. Al regresar de una reunión en PETROMAR, Lucas encontró el extracto bancario abierto sobre su escritorio. Las cuentas de la fundación, vacías. Mara ya esperaba de pie, una maleta en cada mano:  

—Tienes dos opciones: renunciar "por salud"... o enfrentar las grabaciones.  

Le mostró el audio editado donde su voz decía: "El cáncer de Marta fue un alivio". La frase real había sido: "El cáncer de Marta fue un alivio... para su dolor".  

Los ojos de Lucas se llenaron de un brillo vidrioso, igual que los de Ramón cuando la llamó "bastarda".


El reloj de la torre de PETROMAR repitió siete campanadas mientras Lucas firmaba su renuncia. La séptima coincidió con el tictac del ventilador que esparció papeles en Barquisimeto años atrás.


En la calle, un charco de aceite y agua de lluvia reflejó la figura de Mara mientras caminaba hacia el taxi. Las maletas golpeaban sus piernas como la roca de Sísifo. De pronto, un aroma a caucho quemado —igual que en la fábrica de Georgie— la detuvo. Volteó hacia el edificio de Lucas. En el balcón del cuarto piso, su silueta se recortaba contra el vidrio. Por un segundo, creyó ver a Michel asomado tras él, con el agujero de bala en la sien. 


El taxista tocó el claxon:  

—¡Señora! ¿Va o no va?  

Mara se frotó la cicatriz en la muñeca y subió al auto sin mirar atrás. El olor a petróleo la seguiría hasta el próximo acto de su tragedia absurda.


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Apartamento y Las Sombras.


El apartamento en El Rosal olía a pintura fresca y oportunidades falsas cuando Carolina Rojas llamó al timbre. Mara abrió la puerta con una bata de seda comprada con diamantes de Lucas Sapien. Dos años habían pasado desde Caracas, pero el olor a petróleo aún se aferraba a sus sueños.


—Soy Carolina Rojas, de FondoSur Inversiones —dijo la licenciada, evitando mencionar a Arturo Valero-Rocas— Tenemos un programa para emprendedoras…


Mara la hizo pasar, observando sus zapatos prácticos y el portafolios sin rasguños. “Enviada de papá”, dedujo. La última jugada del moribundo. 


Sobre la mesa de café, Mara desplegó fotos de Eliza en una cama de hospital falsa:  


—Mamá no era endemoniada —confesó Mara a Carolina—. Rezaba el rosario durante los ataques— Ramón le rompió las cuentas... pero nunca supo que las guardaba en mi catre. Ahora sangran como ella." (Muestra las cuentas rotas en su bolsillo)


—Los estigmas se infectaron… necesita antibióticos de Alemania —susurró mostrando facturas inventadas—. Si pudiera alquilar su apartamento en El Rosal… pagaría con los fondos de la fundación.


Carolina, recordando a la niña del catre en Barquisimeto, firmó el contrato con lágrimas genuinas. No supo que Mara ya tenía un comprador fantasma: Roberto “El Tuerto”, prestamista de Sabana Grande.  


El dinero de las tragamonedas

Cuando los 50 mil dólares cayeron en la cuenta de Mara, hizo dos transferencias:  

1. $500 a una clínica fantasma en Maracaibo (recibió un certificado de defunción falsa: “Eliza falleció en paz”).  

2. $49,500 a sus tías Rosaura y Mercedes en Barquisimeto.  


Pero sus tías gastaron todo en tres noches de tragamonedas en el Tiuna. Perdieron hasta los aretes mientras una imitadora de Celia Cruz cantaba “La vida es un carnaval”.  


La muerte de Arturo  

Arturo Valero-Rocas murió el jueves santo, justo cuando Carolina descubre la venta fraudulenta del apartamento. En su lecho de muerte, susurró a Betty:  

—Busca a Mara… que no destruya a esa mujer… 

Pero el cáncer estranguló sus últimas palabras.  


El funeral y la bofetada  

La capilla ardiente en Hacienda La Candelaria olía a gardenias y rencor. Mara entró de negro, con un velo que apenas ocultaba su sonrisa. Se inclinó sobre el ataúd:  

—Descansa en paz… papá.  


Betty avanzó como un huracán. El chasquido de la bofetada cortó los salmos:  

—¡Su dinero mató a Eliza! ¡Y ahora arruinó a una inocente! 


Mara tocó su labio sangrante, luego lamió la gota escarlata:  

—Ramón tenía razón: mi herencia son las mentiras… y tú las conservas tan bien como tu cama de princesa. 


Esa noche, mientras empacaba diamantes en el apartamento robado, Mara vio en el espejo tres reflejos:  

1. Michel con su herida de bala rezumando petróleo.  

2. Georgie sosteniendo el anillo falso de la miss.  

3. Eliza flotando sobre el suelo de mármol.  


—¿Vinieron a verme caer? —preguntó al vacío.  


Desde la calle, Carolina observó la luz apagarse. En su auto, un sobre con la prueba final: las fotos de las tías en el Tiuna, riendo frente a las tragamonedas.


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El Juez Sin Rostro 



El juzgado de Barquisimeto olía a sudor y madera encerada cuando Carolina Rojas presentó las fotos ante el juez. Las imágenes mostraban a las tías de Mara en el Eurobuilding, riendo frente a las tragamonedas, con fajos de dólares en las manos. “Prueba del desvío para la supuesta medicina de Eliza”, argumentó con firmeza. Detrás, Betty Valero-Rocas asentía con ojos de hielo.


Sentada en el banquillo, Mara percibió el olor a petróleo impregnado en su vestido negro. Era el mismo aroma que Michel tenía en el momento de su muerte, esa esencia viscosa que parecía seguirla en cada rincón oscuro de su memoria.


Mientras el fiscal enumeraba los cargos —estafa, falsificación, usurpación— Mara vio sombras moverse en la galería:  

- Georgie Moli acariciando su anillo de bodas falso.  

- Michel con el agujero de bala que destilaba crudo negro.  

- Lucas Sapien sosteniendo su renuncia manchada de brandy.


—¿Señora Valero? ¿Reconoce estas transferencias? —preguntó el juez.


Ella levantó la vista. El magistrado tenía el mismo diente de oro que Ramón, su padrastro.


—Todo fue por mi madre —dijo Mara, con una voz como un hilo de telaraña—. Eliza flotaba sobre la pobreza... yo solo quise anclarla a tierra.


Carolina estalló:


—¡Su madre murió en 2005! ¡Las tías gastaron el dinero en apuestas!


Un murmullo recorrió la sala. Betty dejó caer un documento: el certificado de defunción real de Eliza, registrado en la alcaldía de Iribarren.


—Betty dormía en nubes de seda... yo en un catre con clavos que me marcaron la espalda —levantó su blusa, mostrando cicatrices paralelas—. Ramón decía que eran "rayas de gata callejera".


De repente, un olor penetrante inundó la sala: caucho quemado, como aquel día en que Georgie murió. El juez tosió, y los presentes se cubrieron la nariz. Solo Mara sonrió: era el perfume de sus fantasmas.


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El Veredicto


El fallo llegó al mediodía:  

El juez golpeó el martillo siete veces. En la séptima, el brillo del diente de oro de Ramón iluminó la sala.


—Absuelta por insuficiencia de pruebas... pero deberá restituir el apartamento.


Carolina gritó “¡Justicia!” mientras Betty rompía sus lentes. Mara caminó hacia la salida, pero el juez la detuvo en privado.


—Mi hermano fue Ramón —susurró, mostrando el mismo diente dorado—. Murió creyendo en su inocencia... Esto no es una victoria.


Mara, con la mirada fija, respondió:


—Yo moriré sabiendo que la mía... nunca importó.


Al salir del juzgado, al anochecer, Mara subió al Obelisco de Barquisimeto. Desde lo alto, la ciudad brillaba como un circuito de mentiras. Sacó la medalla de Arturo (Expo Lara 1975) y la arrojó a la oscuridad.


—¿Satisfechos? —preguntó a sus fantasmas.


Michel se acercó, el crudo manchando sus zapatos:


—Siempre serás la niña del catre... empujando tu roca.


Georgie asintió:


—La roca son tus mentiras... pero la montaña eres tú.


Un viento frío levantó su falda. Por primera vez, Mara sintió el vacío bajo sus pies. No eran ángeles como los de Eliza... solo el abismo llamando.



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El Apellido Prestado.


Barquisimeto olía a tierra mojada y melancolía cuando Mara regresó a la casa de El Cují. La puerta, carcomida por termitas, cedió con un gemido. En el cuarto donde alguna vez sangraron sus mentiras, el catre de Ramón yacía podrido, cubierto por un nido de alacranes. Solo un objeto permanecía intacto: una caja de fósforos con el certificado de defunción falso de Eliza y una medalla italiana oxidada.


La medalla pertenecía a Giacomo Rossi, el viejo jardinero siciliano de los Moli. Mara lo recordaba podando rosas mientras ella mentía en la terraza:  

—¿Por qué nunca regresa a Nápoles, Giacomo?  

Él mostraba la medalla con un águila grabada:  

—Perdí mi apellido en una apuesta, signorina. En Sicilia... un nombre vacío es peor que la muerte.


Después del juicio, Mara lo encontró muriendo de tuberculosis en un rancho de Cubiro.  

—Compro su apellido, Giacomo. ¿Cuánto por ser Mara Rossi?  

El viejo escupió sangre y orgullo:  

—Mil dólares... y que mi águila vuele en su pasaporte.


Con el certificado notariado que la convertía en "Mara Rossi, heredera de Giacomo", alquiló una casa en La Trinidad. Colgó cortinas de encaje y plantó un rosal seco. Cuando las vecinas preguntaban, mostraba la medalla:  

—Mi bisabuelo fue conde en Toscana... la guerra nos arrebató todo.


Pero una tarde, Sofía, una niña de ocho años con pies descalzos, tocó su puerta:  

—Abuela dice que usted es la señora que vivía con el zar del caucho.  

Mara le ofreció un dulce:  

—Esa era mi prima... Yo vine de Italia hace poco.  

La niña señaló el rosal seco:  

—Las princesas de verdad no matan las flores.


Esa noche, Mara soñó con Giacomo: podaba rosas que sangraban como las llagas de Eliza. Al despertar, arrastró el catre podrido al patio. Entre sus maderas, encontró el papel donde escribió a los siete años: "Daniela Pérez. Yo: Mara Nadie."


De repente, Sofía apareció tras la reja:  

—¿Esa es su cama de princesa?  

Mara rompió el certificado italiano:  

—No... es la cuna donde nació una mentirosa.  

Le entregó la medalla de Giacomo:  

—Véndela. Compra zapatos.


Al amanecer, Mara empacó una maleta. Sofía la vio partir con la medalla brillando en su pequeña mano. En la terminal, un olor a petróleo y rosas marchitas la siguió hasta el asiento.  


El autobús partió rumbo a Maracaibo. Junto a la ventana, los fantasmas de Georgie, Michel y Lucas se desvanecieron en el polvo. Solo quedó Ramón, sonriendo con su diente de oro:  

—¿Adónde huirá la niña sin apellido?  

Ella cerró los ojos. El catre vacío en El Cují sería su única herencia.


Cuando el sol quemó el cristal, Mara susurró al vacío:  

—Mi nombre es Nadie... pero hoy empiezo a existir.  

La medalla de Arturo, lanzada desde el Obelisco, yacía bajo un rosal silvestre. Barquisimeto siguió latiendo, indiferente a las mentiras que enterraba en su tierra roja.


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El Último Vuelo


El puente "El Obelisco" crujía bajo el viento de Barquisimeto cuando Mara Rossi —ahora con el apellido del jardinero muerto— miró hacia el vacío. En su bolsillo, la medalla siciliana de Giacomo pesaba como una losa. "Compré nobleza de mentira... igual que mi vida", pensó. Abajo, el río Turbio serpenteaba como una cicatriz fangosa.


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La Revelación Final


Horas antes, Sofía llegó con un sobre manchado de tierra.


—Lo encontré donde enterró el rosal, señora —dijo, entregándole el sobre.


Dentro, había una foto de Giacomo con su verdadera familia en Nápoles: esposa, tres hijos, fechada en 1999. Al dorso, una nota:


"Perdón, signorina. Rossi no era mío. Lo robé a un muerto en el barco. Usted y yo... cómplices de nombres prestados."


Mara sintió el piso ceder. Ni siquiera su apellido comprado era real.


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Los Fantasmas Cerraron el Círculo


En el puente, los vio aparecer entre el tráfico:


1. Michel, con un agujero de bala goteando petróleo sobre su camisa blanca:


 —¿Ves? Tu brazo robótico fue mi única verdad... y la convertiste en dinero sucio.


2. Georgie, con la corbata del infarto aún manchada de hallaca:


—La miss de 1968... era mi hermana. Te amé por tu mentira más grotesca.


3. Eliza, flotando sobre el asfalto, con las llagas abiertas como bocas:


—Nunca levité, hija. Los "trances" eran ataques de epilepsia... y tú los convertiste en circo.


Un camión cargado de caucho frenó de repente, soltando un olor que la transportó a la mansión de Cabudare, a la última mentira a las hijas de Moli, al dinero pagado por un nombre podrido.


—¡Mara Nadie! —gritó Betty desde un taxi, agitando el certificado de defunción real de Eliza—. ¡Papá te dejó esto!


Era el testamento de Arturo Valero-Rocas. Una línea final:


"Reconozco a María Eliza Pérez. Que herede mi desprecio."


La carcajada de Mara ahogó el sonido del claxon del camión.


Sus pies se elevaron sobre la barrera. Por un instante, sintió la levitación falsa de Eliza —ese don que anheló heredar—. Pero solo fue gravedad y viento cortante.


Antes de saltar, Mara sacó los pendientes de zirconio —el último robo a Eliza— y los arrojó al viento:


—Vuela, mamá.


Desde el puente, Sofía (que desde hacía horas la observaba) atrapó los pendientes al vuelo.


El golpe contra el Turbio no dolió. El agua lodosa tragó sus huesos mientras arriba, en el puente, los fantasmas miraban sin compasión:


- Ramón escupió al río: "Bastarda hasta el final." 

- Giacomo cruzó se santiguó: "Mentira por mentira... se paga." 

- Sofía lanzó la medalla italiana tras ella: "Las princesas de verdad no huyen."


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Epílogo: Las Aguas que No Limpian


Tres días después, pescadores encontraron el cuerpo atrapado en sus redes. No tenía documentos. En el bolsillo, un papel con sangre seca decía:  


"Daniela Pérez. Yo: Mara Nadie." 


Junto a la nota, la foto de Giacomo y su familia ajena.


Al día siguiente, el periódico El Pulso tituló:


"Jane Doe en el Turbio. Llevaba una medalla de guerra italiana falsa."


Betty quemó el recorte frente a la tumba de Arturo. Carolina depositó rosas secas en el lugar donde estuvo su apartamento robado. Sofía plantó un rosal con la moneda de 50 euros que Mara le dio.


El río arrastró el cuerpo sin nombre hacia la refinería de El Palito, donde el petróleo de Michel, las joyas de Georgie y las lágrimas de Lucas se mezclaron con su sangre. Ni el mar pudo diluir ese cóctel de mentiras... solo convertirlo en espuma negra que mancha las playas de Puerto Cabello.


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Últimas líneas trágicas:


- Al fin pudo volar... pero solo hacia el fondo.

- Su herencia: un nombre anónimo en una fosa común. Su legado: rosales que crecen sobre mentiras enterradas. 

- Ni Sísifo tuvo un castigo tan perfecto: condenada a ser nadie... incluso en la muerte.


Los pendientes pagaron mi pasaje a Moscú. Cuando el invierno huele a petróleo, los uso para recordar: Mara Nadie... la mentirosa que me enseñó a volar.


—Sofía Rossi, traductora de "Crónicas del Turbio".


Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Todos los derechos reservados.




miércoles, 18 de abril de 2018

Lluvia Íntima

 Lluvia Íntima 


La tarde se deshace en hilos plateados,  

el cielo desovilla su madeja gris  

y el mundo se repliega en un susurro.  


Huelo a tierra desnuda,  

a raíces que recuerdan  

el primer beso del agua:  

petricor que rasga el tiempo,  

olor a infancia enterrada  

bajo los poros del asfalto.  


La piel se hace espejo,  

recibe el frío que resbala  

—gotas como huellas de un pájaro que fue—.  

El cabello pegado a la nuca  

es red de memorias húmedas,  

naufragio de lo que no dije.  


Escucho el ritmo sin reloj:  

tejado que repica su tambor herido,  

charcos que tragan ecos de otros aguaceros.  

Es la misma canción que araña los cristales,  

la que aprendí cuando el silencio  

era un idioma recién nacido.  


Me desvisto de horas,  

me visto de agua.  

Cada gota un espejo roto  

donde me miro y no me reconozco:  

soy el eco de un trueno lejano,  

la sombra que la lluvia dibuja  

y borra con dedos impacientes.  


Al final, solo queda  

el rumor de lo que cae  

y no termina de caer,  

el tacto de lo ausente  

pegado a los párpados,  

el olor a mundo lavado  

mientras algo en mí  

—lento, quieto—  

se desprende  

y germina.  


Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares 

Caracas, 18/04/2018.




miércoles, 14 de marzo de 2018

Biología de la Resistencia

Biología de la Resistencia


Nuestras venas no llevan sangre—

llevan ríos de Venezuela.

Por eso cuando hieren la tierra,

sangramos petróleo dulce y amargo.

Y aun así, el corazón insiste en bombear

esta terquedad de sol y lluvia.


Autora Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Derechos Reservados de Autor.



viernes, 26 de enero de 2018

La Princesa Y El Tigre

 La Princesa Y El Tigre


En un reino rodeado de montañas brumosas, vivía la princesa Amara, conocida por su corazón indomable y su misteriosa amistad con un tigre de ojos dorados. Desde niña, había encontrado al felino herido en el bosque y, en lugar de temerle, curó sus heridas. Lo llamó Kael, y con los años, forjaron un vínculo que desafiaba toda lógica. Mientras el pueblo murmuraba que el animal era un espíritu ancestral, el rey, temeroso, prohibió a su hija acercarse a la bestia.  

—Un tigre no es compañía para una princesa— le advirtió el monarca.  

—Él me entiende mejor que nadie— replicó Amara, firme.  

Una noche, un príncipe de un reino vecino llegó para pedir la mano de la princesa. Orgulloso, despreció las leyendas sobre Kael y, en un acto de arrogancia, retó al tigre a un duelo para probar su valor. El rey, ansioso por deshacerse del animal, aceptó.  

—Si el tigre vence, serás libre de elegir tu destino— declaró el rey a Amara. —Si pierde, te casarás sin protestar.  

La princesa, desgarrada, susurró al oído de Kael: No lo mates, pero tampoco permitas que me arrebate. El tigre rugió, comprendiendo.  

Al amanecer, la plaza se llenó de espectadores. El príncipe blandió su espada, confiado, mientras Kael lo observaba inmóvil. En un instante, el felino saltó, derribando al hombre con un zarpazo, pero deteniendo sus garras a un pelo de su garganta. El príncipe, temblando, huyó del reino.  

El rey, impresionado, reconoció su error:  

—El valor no está en dominar, sino en dominarse— musitó.  

Amara y Kael vagaron libres desde entonces, recordando al reino que la verdadera fuerza reside en la lealtad, no en el miedo. Y se dice que, en las noches de luna llena, sus rugidos aún resuenan como un canto a la libertad.  


Fin.

Autor Norma Cecilia Acosta Manzanares 




martes, 6 de junio de 2017

Refranes del Autor

 

El lobo viejo no mira al cielo; huele el viento y elige su suelo.


El río que nace murmullo, con paciencia se hace canto; no teme al camino largo, que lo guían las estrellas del manto.


Las estrellas riegan el jardín, pero solo florece quien lo labró al amanecer.


Pluma que el alma desprende, no cae al suelo; vuela en tinta y escribe sueños.


El espejo del alma no miente: quien se reconoce en su raíz, florece sin que el viento lo cuente.


Admirar la pluma que en otros arde con destello, no convierta la tuya en cristal de hielo.


El desierto no es tierra muerta: guarda versos bajo la arena; el poeta que aguarda la lluvia, bebe de su propia pena.


Si al poema ajeno llegas, no te vayas sin sembrar; que tu huella, hecha de esencia, en sus versos pueda florecer.


Autor Norma Cecilia Acosta Manzanares 

Todos los derechos reservados





jueves, 13 de abril de 2017

Besos Conjugados

 Título: Besos Conjugados.

Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Derechos Reservados del Autor.


Los besos son verbos de carne viva,  

sílabas que el tiempo nunca archiva:  

presente de raíces en la orilla,  

futuro que, en labios, germina.  


Tu boca es un verbo irregular,  

declinada en mis noches sin conjugar:  

—Yo te amo, tú me incendias, nosotros somos mar—,  

y el alma, entre las olas, pierde toda razón.  


Beso imperativo: "¡Vive en este instante!",  

condicional de sombras que se abren en cristal.  

Boca subjuntiva —ojalá fuéramos diamantes—,  

mordiendo el infinito con su forma mortal.  


¿Quién dicta la gramática de este amor sin nombre?  

No es el diccionario de la sangre ni del pan.  

Es el pretérito que se vuelve hombre,  

y el gerundio eterno de volvernos mar. 


domingo, 16 de octubre de 2016

MIS AMIGAS LAS VOCALES

 Juntemos las manos

hagamos un juego

usemos las vocales 

para seguir creciendo.


La A es un hada mágica

por eso la llamamos

abracadabra.


La E le gusta ayudar

a emprender la enseñanza 

con sus amigos de la infancia.


La I le gusta insistir

y toda su tarea es dirigir

sumando su punto arriba.


El doctor O es odontólogo

su deber es ayudar

mantener tu salud bucal.


El cucu marcó la hora

un bululú de niños juegan 

con la U al tobogán.


Y tus amigas las vocales

A, E, I, O, U

están felices como tú.


Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

 


miércoles, 17 de agosto de 2016

JUGUEMOS A LA CASITA. UN CUENTO DE PRIMAVERA.

Título: Juguemos a la Casita

Subtitulo: La Primavera Siempre Cuida.

Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Caracas, 18 de agosto del 2016.


El pueblo se hundía en el verde intenso de los campos y el aroma dulzón de los tilos en flor. La primavera no solo llegaba; se instalaba en cada rincón con una voluptuosidad silenciosa. El sol tibio acariciaba las piedras de la calle, los pájaros tejían canciones en el aire y un zumbido lejano de abejas ponía la banda sonora a aquella paz. Hasta la luz parecía distinta, bañándolo todo con una claridad dorada que invitaba a la ensoñación. En ese escenario perfecto, la casita de madera junto al jardín esperaba, con sus ventanas como ojos curiosos y su puerta que crujía al abrirse, anunciando el comienzo de una nueva aventura.


Una tarde, Clara, una niña de seis años con ojos que todo lo preguntaban y una imaginación desbordante, llegó al lugar con sus amigos Lucas y Sofía. Clara llevaba una margarita en el bolsillo; Sofía, una muñeca de trapo; y Lucas, una caja de crayones de colores vivos.


—¿Jugamos a la casita? —propuso Clara, con esa voz dulce que parecía hacer suspirar el aire.

—¡Sí!—respondieron sus amigos con unanimidad, corriendo hacia la pequeña construcción.


Una vez dentro, el ritual comenzó.

—Yo seré la mamá—anunció Sofía, abrazando a su muñeca con mucha ternura.

—Yo seré el papá—dijo Lucas, acomodándose en una silla con aires de adulto.

—Y yo seré el bebé—exclamó Clara, riendo mientras gateaba por el suelo de madera.


La magia operó al instante. Sofía preparó banquetes imaginarios con hojas y pétalos, Lucas leyó en voz alta un libro imaginario y Clara fingió llantos de bebé que terminaban en carcajadas. La diversión era tan palpable como el calor del sol que se colaba por las ventanas. Fuera, el viento mecí­a las hojas de los árboles en un balanceo tranquilo, como queriendo sumarse al juego. De pronto, una sombra se recortó en la puerta. Era el señor Carlos, un vecino conocido por su barba canosa y su sombrero de ala ancha. Solía repartir caramelos en la plaza, pero ahora su sonrisa parecía diferente.


—Hola, niños. ¿A qué juegan? —preguntó con una voz que pretendía ser amable.

—A la casita—contestó Lucas, mirando de reojo a sus amigos.

—¿Puedo jugar con ustedes?—insistió el adulto, sin esperar una invitación.


Los niños intercambiaron miradas cargadas de duda, pero asintieron en un silencio incómodo. Carlos entró y su presencia pareció llenar todo el espacio disponible. Se sentó en una de las pequeñas sillas, que crujió bajo su peso.


—Juguemos a mamá y papá —propuso él, y su tono había perdido la amabilidad de siempre para volverse una caricia ronca y densa—. Yo seré el papá, y tú, Clara, la mamá. ¿Qué hacen mamá y papá cuando los niños se duermen?


La pregunta cortó el aire como un cuchillo afiladísimo. Un silencio espeso se apoderó de la habitación. Clara sintió un frío súbito que le recorrió la espalda. A su lado, Lucas dejó el crayón sobre la mesa con un gesto seco. Ya no miraba su libro imaginario; su mirada se clavó en el suelo, y sus dedos comenzaron a tamborilear sobre la mesa con un ritmo nervioso. Sofía, por su parte, apretó la muñeca contra su pecho con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Su sonrisa se había desdibujado, convertida en una línea tensa. El juego había perdido su magia. La casita, que siempre fue un refugio, de pronto se sentía pequeña y encerrada.


Fue entonces cuando la brisa entró por la ventana. Pero no era una caricia cualquiera. Esta vez traía consigo el aroma embriagador y salvaje del jazmín, un olor tan intenso y vital que contrastaba brutalmente con la opresión que se respiraba dentro. Le acarició la nuca a Clara, y le pareció oír un susurro no en palabras, sino en sensaciones: "Aquí afuera está la vida. Aquí afuera estás a salvo". Era la primavera, recordándole su lugar, su derecho a la luz.


—No quiero jugar eso —dijo Clara, y su voz, aunque baja, sonó con una claridad absoluta en el silencio.


Al levantarse, Lucas y Sofía la miraron. No fue una mirada de sorpresa, sino de alivio inmediato, como si ella hubiera dado voz al malestar que ambos sentían pero no se atrevían a nombrar. Se levantaron todos a la vez, una manada instintiva que seguía a quien había encontrado la salida. Salir al jardín fue como romper una burbuja de aire viciado. La luz del sol, ahora más baja y dorada, les dio de lleno en la cara. El canto de los pájaros, que antes era un fondo lejano, sonó estridente y liberador. El mundo exterior no era solo un escenario; era la prueba de que la normalidad, la seguridad, seguían ahí.


Clara respiró hondo, llenando sus pulmones del aire limpio. Sabí­a, con una certeza que le nacía de las entrañas, que había hecho lo correcto.


Esa misma tarde, mientras su madre amasaba la masa para las arepas en la cocina, Clara se acercó y se lo contó. No con temor, sino con la confianza de quien ha escuchado su voz interior y ha descubierto que funciona. Su madre dejó de amasar, se limpió las manos en el delantal y la escuchó con una atención absoluta, sin interrumpirla. Cuando Clara terminó, su madre la abrazó con una fuerza que transmitía orgullo y alivio.


—Tu cuerpo es solo tuyo, Clara —le dijo, mirándola a los ojos—. Si algo o alguien te hace sentir incómoda, tienes derecho a decir 'no'. Siempre. Y debes contármelo. Estoy muy, muy orgullosa de ti.


—Sentí algo raro aquí —dijo Clara, señalando su estómago—. Como un susto, pero sin miedo.


—Eso es tu intuición, hija. Es la voz más sabia que tienes. Nunca, nunca la ignores.


Al día siguiente, los tres niños volvieron al jardín. Pero esta vez no entraron en la casita. Extendieron una manta a cuadros sobre el césped, que aún conservaba el frescor del rocío matinal.


—Hoy jugamos a los exploradores —anunció Lucas, con renovado entusiasmo.

—¡Sí!—agregó Sofía—. Yo seré la cartógrafa que dibuja los mapas de los mundos nuevos.

—Y yo seré la que escucha los secretos de las flores—dijo Clara.


Mientras inventaban historias sobre árboles parlantes y ríos de miel, Clara sonrió para sí­ misma. Habí­a aprendido una lección más valiosa que cualquier regla de juego: su voz era su escudo, y su intuición, la mejor aliada. La primavera, en efecto, siempre cuida, pero la protección más poderosa nace de dentro.


Esa noche, antes de dormir, Clara abrió su cuaderno y dibujó con cuidado una flor de jazmín, de pétalos blancos y un centro amarillo intenso. Abajo, con su letra más firme, escribió: "La primavera siempre cuida. Y mi voz también".


Cerró el cuaderno y se durmió en paz. Porque había comprendido que la primavera no solo estaba en los jardines, sino también en las decisiones valientes, en las palabras que protegen y en el coraje de las niñas que saben que su voz vale.


sábado, 16 de julio de 2016

Lejos De La Estupidez

 Lejos de la Estupidez. 


Preguntarán a dónde voy,

escuchando mi alma herida,

puedo decir, lejos de la estupidez.


Lo único malo que hice,

fue entregarle todo mi amor,

en el castillo movedizo que me construyó,

un refugio de ilusiones que se desmoronó.


Sí, soy culpable les aseguro,

pero de esta no volveré,

por su torpe puño acabó con mi ser,

y en las ruinas, renaceré.



Autor Norma Cecilia Acosta Manzanares 


20 Formas de Amar y una Mosca Zumbando.

  La Necesidad de Nombrar lo que Queda. Este compendio de poemas no es un libro sobre el amor. Es una revisión honesta y cruda de lo que que...