Título: Juguemos a la Casita
Subtitulo: La Primavera Siempre Cuida.
Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
Caracas, 18 de agosto del 2016.
El pueblo se hundía en el verde intenso de los campos y el aroma dulzón de los tilos en flor. La primavera no solo llegaba; se instalaba en cada rincón con una voluptuosidad silenciosa. El sol tibio acariciaba las piedras de la calle, los pájaros tejían canciones en el aire y un zumbido lejano de abejas ponía la banda sonora a aquella paz. Hasta la luz parecía distinta, bañándolo todo con una claridad dorada que invitaba a la ensoñación. En ese escenario perfecto, la casita de madera junto al jardín esperaba, con sus ventanas como ojos curiosos y su puerta que crujía al abrirse, anunciando el comienzo de una nueva aventura.
Una tarde, Clara, una niña de seis años con ojos que todo lo preguntaban y una imaginación desbordante, llegó al lugar con sus amigos Lucas y Sofía. Clara llevaba una margarita en el bolsillo; Sofía, una muñeca de trapo; y Lucas, una caja de crayones de colores vivos.
—¿Jugamos a la casita? —propuso Clara, con esa voz dulce que parecía hacer suspirar el aire.
—¡Sí!—respondieron sus amigos con unanimidad, corriendo hacia la pequeña construcción.
Una vez dentro, el ritual comenzó.
—Yo seré la mamá—anunció Sofía, abrazando a su muñeca con mucha ternura.
—Yo seré el papá—dijo Lucas, acomodándose en una silla con aires de adulto.
—Y yo seré el bebé—exclamó Clara, riendo mientras gateaba por el suelo de madera.
La magia operó al instante. Sofía preparó banquetes imaginarios con hojas y pétalos, Lucas leyó en voz alta un libro imaginario y Clara fingió llantos de bebé que terminaban en carcajadas. La diversión era tan palpable como el calor del sol que se colaba por las ventanas. Fuera, el viento mecía las hojas de los árboles en un balanceo tranquilo, como queriendo sumarse al juego. De pronto, una sombra se recortó en la puerta. Era el señor Carlos, un vecino conocido por su barba canosa y su sombrero de ala ancha. Solía repartir caramelos en la plaza, pero ahora su sonrisa parecía diferente.
—Hola, niños. ¿A qué juegan? —preguntó con una voz que pretendía ser amable.
—A la casita—contestó Lucas, mirando de reojo a sus amigos.
—¿Puedo jugar con ustedes?—insistió el adulto, sin esperar una invitación.
Los niños intercambiaron miradas cargadas de duda, pero asintieron en un silencio incómodo. Carlos entró y su presencia pareció llenar todo el espacio disponible. Se sentó en una de las pequeñas sillas, que crujió bajo su peso.
—Juguemos a mamá y papá —propuso él, y su tono había perdido la amabilidad de siempre para volverse una caricia ronca y densa—. Yo seré el papá, y tú, Clara, la mamá. ¿Qué hacen mamá y papá cuando los niños se duermen?
La pregunta cortó el aire como un cuchillo afiladísimo. Un silencio espeso se apoderó de la habitación. Clara sintió un frío súbito que le recorrió la espalda. A su lado, Lucas dejó el crayón sobre la mesa con un gesto seco. Ya no miraba su libro imaginario; su mirada se clavó en el suelo, y sus dedos comenzaron a tamborilear sobre la mesa con un ritmo nervioso. Sofía, por su parte, apretó la muñeca contra su pecho con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Su sonrisa se había desdibujado, convertida en una línea tensa. El juego había perdido su magia. La casita, que siempre fue un refugio, de pronto se sentía pequeña y encerrada.
Fue entonces cuando la brisa entró por la ventana. Pero no era una caricia cualquiera. Esta vez traía consigo el aroma embriagador y salvaje del jazmín, un olor tan intenso y vital que contrastaba brutalmente con la opresión que se respiraba dentro. Le acarició la nuca a Clara, y le pareció oír un susurro no en palabras, sino en sensaciones: "Aquí afuera está la vida. Aquí afuera estás a salvo". Era la primavera, recordándole su lugar, su derecho a la luz.
—No quiero jugar eso —dijo Clara, y su voz, aunque baja, sonó con una claridad absoluta en el silencio.
Al levantarse, Lucas y Sofía la miraron. No fue una mirada de sorpresa, sino de alivio inmediato, como si ella hubiera dado voz al malestar que ambos sentían pero no se atrevían a nombrar. Se levantaron todos a la vez, una manada instintiva que seguía a quien había encontrado la salida. Salir al jardín fue como romper una burbuja de aire viciado. La luz del sol, ahora más baja y dorada, les dio de lleno en la cara. El canto de los pájaros, que antes era un fondo lejano, sonó estridente y liberador. El mundo exterior no era solo un escenario; era la prueba de que la normalidad, la seguridad, seguían ahí.
Clara respiró hondo, llenando sus pulmones del aire limpio. Sabía, con una certeza que le nacía de las entrañas, que había hecho lo correcto.
Esa misma tarde, mientras su madre amasaba la masa para las arepas en la cocina, Clara se acercó y se lo contó. No con temor, sino con la confianza de quien ha escuchado su voz interior y ha descubierto que funciona. Su madre dejó de amasar, se limpió las manos en el delantal y la escuchó con una atención absoluta, sin interrumpirla. Cuando Clara terminó, su madre la abrazó con una fuerza que transmitía orgullo y alivio.
—Tu cuerpo es solo tuyo, Clara —le dijo, mirándola a los ojos—. Si algo o alguien te hace sentir incómoda, tienes derecho a decir 'no'. Siempre. Y debes contármelo. Estoy muy, muy orgullosa de ti.
—Sentí algo raro aquí —dijo Clara, señalando su estómago—. Como un susto, pero sin miedo.
—Eso es tu intuición, hija. Es la voz más sabia que tienes. Nunca, nunca la ignores.
Al día siguiente, los tres niños volvieron al jardín. Pero esta vez no entraron en la casita. Extendieron una manta a cuadros sobre el césped, que aún conservaba el frescor del rocío matinal.
—Hoy jugamos a los exploradores —anunció Lucas, con renovado entusiasmo.
—¡Sí!—agregó Sofía—. Yo seré la cartógrafa que dibuja los mapas de los mundos nuevos.
—Y yo seré la que escucha los secretos de las flores—dijo Clara.
Mientras inventaban historias sobre árboles parlantes y ríos de miel, Clara sonrió para sí misma. Había aprendido una lección más valiosa que cualquier regla de juego: su voz era su escudo, y su intuición, la mejor aliada. La primavera, en efecto, siempre cuida, pero la protección más poderosa nace de dentro.
Esa noche, antes de dormir, Clara abrió su cuaderno y dibujó con cuidado una flor de jazmín, de pétalos blancos y un centro amarillo intenso. Abajo, con su letra más firme, escribió: "La primavera siempre cuida. Y mi voz también".
Cerró el cuaderno y se durmió en paz. Porque había comprendido que la primavera no solo estaba en los jardines, sino también en las decisiones valientes, en las palabras que protegen y en el coraje de las niñas que saben que su voz vale.
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