El hombre que contaba. © 2024 [Norma Cecilia Acosta Manzanares]. Todos los derechos reservados.
Presentación
En una ciudad donde los recuerdos son reducidos a cifras y las historias son enterradas bajo el peso de la burocracia, Simón, un hombre cuya única tarea es contar fichas de registro, descubre un secreto que cambiará su vida.
Lo que parecía un trabajo rutinario —clasificar datos y almacenar olvidos— se convierte en un llamado inesperado cuando las fichas metálicas se transforman en vidrio, revelando nombres, voces y memorias que nunca debieron ser silenciadas. A partir de ese instante, Simón deja de ser un espectador y comienza a cuestionar el sistema que ha convertido vidas en números.
Acompañado por Dalia, una mujer que lucha por dar visibilidad a estas historias, Simón descubre que contar no es un acto mecánico, sino una forma de resistencia. Juntos enfrentan a quienes prefieren el silencio, desafiando la indiferencia institucional y la comodidad de quienes miran hacia otro lado.
El Hombre que Contaba es un relato sobre el peso de la memoria, la responsabilidad colectiva y la lucha por transformar cifras en voces. Un cuento que nos recuerda que las historias no deben ser olvidadas… sino escuchadas.
Introducción
Las historias son más que palabras; son ecos que resuenan en el tiempo. El Hombre que Contaba nace de una necesidad de mirar más allá de los números, más allá de los registros fríos que reducen vidas enteras a simples cifras.
En sociedades donde el abandono institucional y la presión social influyen en las decisiones más difíciles, la memoria se convierte en un acto de resistencia. Este cuento explora cómo las narrativas olvidadas pueden recuperar su voz y cómo el contar no es solo un deber burocrático, sino una forma de transformación.
Simón es el símbolo de la transición entre la indiferencia y la acción. Al descubrir las fichas de vidrio, su evolución se convierte en la de muchos: personas que pasaron de ignorar los relatos ocultos a ser testigos y, finalmente, agentes de cambio.
Este cuento no busca juzgar ni simplificar realidades complejas. Pretende abrir una conversación sobre la responsabilidad compartida, el papel de los sistemas y la importancia de escuchar aquellas voces que por demasiado tiempo han sido relegadas al silencio.
Primera Parte.
La ciudad de Simón no tenía estaciones. No llovía de verdad, ni hacía sol. Solo existía una luz gris que se reflejaba en los edificios agrietados y en las aceras húmedas. A veces, el viento traía el olor metálico de la fábrica de registros, donde trabajaba archivando fichas que nadie quería recordar.
Cada mañana, bajaba por una escalera de concreto que crujía bajo sus pasos. En el sótano, la máquina escupía fichas con precisión mecánica, como si la historia fuera solo una ecuación numérica. Simón nunca preguntó qué contenían. No tenía permitido leerlas. Su única tarea era apilarlas en cajas, sellarlas y olvidarlas.
El Sr. Arriaga, su jefe, lo observaba desde su oficina de cristal en el piso superior. Era un hombre de manos finas y voz baja, alguien que creía en la eficiencia por encima de la empatía.
—Cada ficha es un peso que el mundo ha decidido soltar —le dijo una vez—. Nosotros nos aseguramos de que nadie tenga que cargar con ellas.
Simón nunca cuestionó aquellas palabras. Pero algo en la monotonía de los días lo inquietaba: cada vez que una ficha caía en su caja, sentía que una historia había sido enterrada. Un recuerdo disuelto en números.
Hasta que la máquina se detuvo.
Fue un sonido seco, abrupto. Simón la golpeó con cuidado, pero el mecanismo no respondió. Finalmente, al forzar una palanca, una ficha cayó al suelo con un sonido distinto. No era de metal. Era de vidrio.
Se agachó para recogerla y descubrió que tenía un nombre grabado en su superficie: Dalia, 19 años.
Fue entonces cuando escuchó la voz.
Era tenue, como un eco atrapado entre las paredes.
"Tenía dos trabajos y una deuda de estudios. Mi novio me dijo que sí lo tenía, él se iría. La clínica olía a cloro y a mentiras. Lloré cuando me dijeron que firmara, pero nadie me preguntó por qué".
Simón sintió un escalofrío. Miró la ficha con miedo, como si supiera una verdad demasiado frágil. Nunca había leído una antes. Nunca se había permitido escuchar.
Esa noche, mientras intentaba dormir, soñó con una niña pequeña jugando en un parque vacío. Corría entre columpios oxidados, gritando hacia el cielo: "¿Por qué no me dejaste intentarlo?".
A la mañana siguiente, encontró la máquina destrozada. Su escritorio, una pila de fichas de vidrio, cada una con un nombre, una edad, una voz.
Y, por primera vez, supo que había contado algo más que cifras.
Segunda Parte
Simón ya no veía su oficina como antes. Las fichas de vidrio ocupaban cada rincón, destellando como fragmentos de memorias atrapadas. Los nombres, las voces, el peso de cada historia lo seguían. Ya no podía apilarlas en cajas sin sentir el eco de lo que contenían.
Cuando el Sr. Arriaga entró aquella mañana, encontró a Simón con una ficha en la mano, la mirada perdida.
—Simón —dijo con tono severo—. ¿Qué estás haciendo?
Simón se levantó. Dejó la ficha sobre la mesa con cuidado, como si pudiera romperse.
—Estas no son números —respondió en voz baja—. Son personas.
Arriaga exhaló con impaciencia. Caminó entre las cajas, como si su presencia pudiera restablecer el orden.
—Son registros, nada más. Y tú no estás aquí para leerlos —sentenció—. No olvides tu lugar.
Pero Simón no podía olvidar. Cada noche, los susurros regresaban. Las voces no lo dejaban dormir. La niña en el parque, los hombres que desaparecían en esquinas, las promesas rotas.
Cuando salió a la calle, la ciudad parecía diferente. Más fría. Más vacía. Se preguntó cuántas de aquellas fichas habían quedado atrapadas en los edificios grises, cuántas vidas habían sido reducidas a cifras que nadie quiso mirar.
Fue en uno de esos paseos cuando la vio.
Dalia estaba en una plaza, repartiendo panfletos a quienes pasaban. Tenía el cabello recogido y una mochila gastada sobre los hombros.
Simón tomó uno de los folletos. Red de Apoyo a Madres Solteras.
—¿De dónde sacaste esto? —preguntó.
Dalia sonrió con cansancio.
—Lo hicimos nosotras. Nadie más lo iba a hacer.
Simón vio los ojos de la mujer que antes solo había sido un nombre en vidrio. Sintió que la historia que había escuchado en la oficina ahora tenía rostro, manos, voz propia.
—Tengo algo que mostrarte —dijo.
Esa noche, llevaron las fichas de vidrio a la red. Y por primera vez, las historias salieron de la oscuridad.
Dalia las leyó en voz alta. La gente escuchó. Algunas lloraron. Otras apretaron los puños. Algunas no sabían qué decir. Pero nadie quedó indiferente.
Simón entendió entonces lo que significaba contar. No era solo un registro. Era un acto de resistencia.
Pero el Sr. Arriaga también lo entendió.
Y no iba a quedarse de brazos cruzados.
Tercera Parte
La voz de Dalia resonaba en la pequeña sala donde la red de apoyo se reunía. Las fichas de vidrio estaban esparcidas sobre una mesa, cada una con un nombre, una edad, una historia. La gente las tomaba con cuidado, como si sostuvieran fragmentos de vidas que el mundo había intentado olvidar.
Simón observaba desde un rincón, sintiendo por primera vez el peso de lo que había archivado durante años.
—Estas historias no deberían haberse quedado atrapadas en una oficina —dijo Dalia—. Son la prueba de que el problema nunca fue individual. Fueron decisiones obligadas por un sistema que les cerró todas las puertas.
Algunos asentían, otros miraban las fichas en silencio. La noche se llenó de murmullos, de reflexiones sobre lo que se podría haber hecho. Sobre lo que aún podía hacerse.
Pero la calma no duró.
Al día siguiente, el Sr. Arriaga apareció en la puerta de la red de apoyo. Vestía un abrigo oscuro que lo hacía parecer una sombra.
—Simón, necesito hablar contigo —dijo con voz firme.
Simón sintió un escalofrío. Salió del local y cerró la puerta detrás de él, dejando a Dalia y los demás dentro.
—Has cometido un error grave —continuó Arriaga—. Difundir esa información es peligroso. Estás cuestionando algo que no te corresponde.
—Estoy contando la verdad —replicó Simón—. La misma que tú querías enterrar.
Arriaga exhaló con impaciencia.
—No entiendes cómo funciona el mundo. La burocracia existe para mantener el orden. Si abres cada herida, nunca habrá paz.
Simón apretó los puños. No era paz. Era olvido.
—Las fichas hablan. Las voces existen. No puedes borrar lo que pasó —dijo con fuerza.
Arriaga lo observó por un momento. Luego, con una sonrisa fría, dio un paso atrás.
—Entonces prepárate para las consecuencias.
Y cumplió su amenaza.
En las semanas siguientes, los rumores comenzaron a extenderse por la ciudad. Simón y Dalia eran acusados de incitar el caos, de promover la desestabilización. La red de apoyo comenzó a recibir amenazas. Algunos de sus miembros desaparecieron.
El miedo se apoderó de Simón. ¿Había hecho lo correcto? ¿Cuánto más podían resistir?
Una noche, regresó a la oficina donde solía trabajar. Abrió la puerta del sótano y encontró el lugar vacío.
La máquina ya no existía.
Solo quedaba un jardín seco, con cientos de raíces cortadas.
Simón cayó de rodillas. Sabía lo que significaba. Cada raíz era una historia que había sido archivada, encerrada en una caja, convertida en polvo.
Pero esta vez, no dejó que el silencio lo venciera.
Sacó una pala.
Y comenzó a plantar.
Cuarta Parte
El jardín seco crecía en silencio.
Simón y Dalia trabajaban entre sus raíces muertas, plantando semillas en la tierra endurecida, como si quisieran devolverle a cada historia el espacio que le habían negado. Las fichas de vidrio estaban enterradas entre las hojas, y aunque el Sr. Arriaga había intentado borrarlas, el susurro de sus nombres seguía allí.
Pero el precio de su activismo era alto.
La red de apoyo se redujo. Algunos se alejaron por miedo; otros desaparecieron sin explicación. Los rumores crecían en la ciudad, y los periódicos hablaban de "agitadores que desestabilizaban el orden".
Simón sentía el peso de cada mirada en la calle, el peligro en cada esquina.
Una noche, mientras cuidaban el jardín, Dalia encontró una ficha nueva.
Era más pequeña que las demás. Estaba recién grabada.
Simón, 35 años.
Su voz resonó en el aire, tenue pero clara.
"Pensé que contar historias me haría libre. Pero ahora el mundo me observa y sé que quieren que desaparezca."
Simón la sostuvo entre sus manos, temblando. ¿Era un aviso? ¿O una advertencia de lo que vendría?
Dalia le puso una mano en el hombro.
—No estamos solos —susurró.
Y tenía razón.
Al amanecer, cuando regresaron a la plaza donde todo había comenzado, encontraron algo inesperado.
Había gente.
Personas con mochilas y carteles. Hombres y mujeres que alguna vez se habían quedado en silencio, pero que ahora traían sus propias historias. Historias que ya no querían olvidar.
El Sr. Arriaga los observaba desde lejos, su figura rígida entre las sombras. Sabía que había perdido. Porque el problema de las fichas no era su existencia. Era que alguien finalmente había decidido escucharlas.
Simón miró la multitud y sintió, por primera vez, que contar no era un acto de sumisión.
Era un acto de resistencia.
Quinta Parte
El sol caía sobre la ciudad, desdibujando los contornos de los edificios grises. Simón observaba desde la plaza el murmullo creciente de quienes habían decidido quedarse. La red de apoyo no era solo un grupo de mujeres luchando por sobrevivir. Ahora eran padres, hermanos, hijos. Personas que entendían que las decisiones no debían tomarse en la soledad del abandono.
El jardín seco seguía en pie, pero algo nuevo comenzaba a crecer entre sus raíces muertas. Brotaban hojas. No eran muchas, ni lo suficientemente fuertes, pero estaban ahí.
Dalia sonrió al verlas.
—Nada cambia de la noche a la mañana —dijo, con las manos en la tierra—. Pero todo empieza en algún lugar.
Simón se permitió respirar. Había contado durante demasiado tiempo sin escuchar. Ahora, finalmente, esas historias tenían quien las defendiera.
Pero el Sr. Arriaga no había desaparecido.
Esa noche, en un callejón, Simón encontró una ficha tirada en el suelo.
Era más grande que las demás. Su vidrio era opaco, envejecido.
Arriaga, 59 años.
Simón la sostuvo en sus manos, sintiendo el peso de lo que representaba. Entonces, la voz resonó.
Pensé que mantener el orden era lo correcto. Pero ahora me pregunto: si nadie recuerda estas historias… ¿Quién me recordará a mí?
El viento sopló en la ciudad.
Simón cerró los ojos.
Y por primera vez, no archivó la ficha.
La plantó.
Epílogo: Raíces que Quedan
Pasaron los años.
El jardín creció, y las fichas de vidrio quedaron enterradas bajo las raíces. Nadie las veía ya, pero todos sabían que estaban ahí. Las historias que una vez fueron borradas seguían existiendo en susurros, en cambios pequeños pero significativos.
Dalia aún caminaba por la ciudad, cargando panfletos y mochilas llenas de documentos. Ahora había leyes nuevas. No perfectas, no suficientes, pero mejores. Y aunque muchas batallas seguían pendientes, había redes que antes no existían, voces que antes no se escuchaban.
Simón nunca volvió a su antigua oficina.
La última vez que pasó por allí, el edificio ya no tenía el sótano donde una vez trabajó. Solo quedaba el jardín, con raíces que habían crecido más de lo esperado.
Se arrodilló junto a la tierra. Tocó las hojas. No las fichas. No las cifras. La vida que había brotado de ellas.
Al levantarse, miró al horizonte.
No todos los nombres se olvidan. Algunos se transforman en raíces.
Reflexión Final
Las historias no desaparecen. Se transforman.
A lo largo de El Hombre que Contaba, vemos cómo Simón pasa de ser un simple archivador de cifras a alguien que entiende el peso de cada memoria. Lo que inicia como un acto mecánico —contar fichas, almacenarlas, olvidarlas— se convierte en una responsabilidad ineludible.
El cuento nos recuerda que el abandono no es solo un acto individual, sino una consecuencia de sistemas que fallan en brindar apoyo. El problema nunca ha sido únicamente la decisión de cada persona, sino la falta de redes, de educación, de estructuras que permitan opciones reales.
Las fichas de vidrio son más que fragmentos de historias. Son reflejos de una sociedad que prefiere no mirar. Pero cuando Simón decide escucharlas, el silencio se rompe. Porque contar no es solo registrar. Es dar voz. Es transformar la indiferencia en acción.
Así, la pregunta que queda es:
¿Quién se atreve a escuchar las historias que el mundo ha tratado de enterrar?
Comentario del Autor
Cuando comencé a escribir El Hombre que Contaba, no imaginé lo lejos que llegarían sus personajes. Simón nació como una figura gris, atrapada en una rutina que él mismo nunca cuestionó. Pero en el proceso de escritura, se convirtió en alguien que descubriría el peso de cada decisión, en alguien que aprendía a ver más allá de la burocracia.
La historia está marcada por metáforas que se volvieron esenciales: las fichas de vidrio, el jardín seco, el eco de los nombres olvidados. No son solo símbolos, sino representaciones de lo que sucede cuando las decisiones son tomadas en el vacío, sin apoyo, sin red.
Más allá del tema central, este cuento también trata sobre el acto de contar: sobre quién tiene el derecho de narrar una historia, sobre quién decide qué memorias quedan y cuáles se archivan en el olvido. Quería reflejar que el aborto, y cualquier decisión trascendental, no es un monólogo, sino un diálogo roto entre múltiples factores.
Si este cuento deja una inquietud, una pregunta, un impulso de escuchar, entonces ha cumplido su propósito. Porque las historias no desaparecen: se convierten en raíces.