Título: Espejos de Crueldad
I. La ciudad gris.
La urbe no tenía nombre, o quizá lo había perdido entre el humo de las fábricas y el eco de los pasos apresurados. Los rascacielos, gigantes de acero y vidrio ahumado, se alzaban como tumbas verticales donde las almas se oxidaban. En el edificio Kronos, una mole de concreto que devoraba empleados como engranajes desechables, dos mujeres respiraban el mismo aire envenenado, pero en mundos opuestos.
María Clara, auditora interna de 34 años, ascendía cada mañana las escaleras de emergencia para evitar el ascensor. No por salud, sino para esquivar las miradas de quienes llamaban "la monja de acero". Su traje gris, siempre impecable, contrastaba con las paredes descascaradas del cuarto piso, donde revisaba facturas y balances con una lupa heredada de su abuelo relojero. Su escritorio, libre de fotos o adornos, guardaba solo un termo de café amargo y un cuaderno de tapas negras donde anotaba verdades que nadie quería leer.
Eugenia Siforosa, administradora de operaciones de 29 años, llegaba en un Ford rojo que brillaba como una herida fresca en el estacionamiento subterráneo. Sus tacones repiqueteaban en el mármol del vestíbulo, donde las secretarias susurraban que su puesto era "regalo" de algún director. Nadie mencionaba su maestría en gestión ni las noches que pasaba ajustando presupuestos para evitar despidos. Su oficina, en el piso 20, olía a jazmín y ambición.
II. El baño y el vapor del infierno.
Aquel lunes, María llegó antes que el sol. Mientras preparaba su café, un gemido metálico retumbó en las tuberías. Siguió el sonido hasta el baño de mujeres, donde el váter del último cubículo despedía un vapor verdoso. El hedor era físico: ácido, como carne quemada mezclada con químicos. Sin dudar, enfundó guantes de látex y abrió su mochila: cloro, escobilla, papel absorbente. Restregó hasta que sus brazos ardieron, ignorando el líquido cálido que escapó de su vejiga y mojó el dobladillo del pantalón. "La señora Ramírez no merece esto", pensó, refiriéndose a la limpiadora anciana que le dejaba chocolates en su cajón.
Al salir, Jorge Bermúdez, jefe de contabilidad y autor de facturas falsas que María había marcado en rojo, la esperaba con los brazos cruzados. Detrás de él, un charco de cloro brillaba bajo la luz fluorescente.
—¿Crees que por limpiar excusados te salvarás del despido? —escupió, señalando las paredes salpicadas de desinfectante—. ¡Hasta el techo manchaste, loca!
Las carcajadas brotaron de los cubículos cercanos. María no respondió. Sabía que Pánfilo Gallardino, el gerente de ética y único aliado, estaba en una reunión en otra sucursal. "Te quieren fuera antes de que presentes el informe de las transferencias fantasmas", le había advertido.
III. El Ford y el perro que no estaba
Eugenia salió tarde de una reunión con proveedores. Tres cervezas y el halago de un cliente le habían nublado la vista. En el estacionamiento, su Ford rugió al encender, y al reversar, un golpe sordo sacudió las llantas. Bajó corriendo. Bajo el farol, un perro pequeño, de pelaje blanco y collar azul, yacía inmóvil. Un hilo de sangre serpenteaba hacia la alcantarilla.
—¡No, no, no! —gritó, arrodillándose. Tocó el cuerpo tibio, pero el animal se desvaneció como humo. Solo quedó un muñeco de peluche manchado con pintura roja y una nota: "Relájate, princesa. Era broma".
Al subir al auto, vio a un grupo de empleados riendo tras una columna. Entre ellos, Jorge Bermúdez, quien días antes le había dicho "esa oficina es demasiado grande para una niña".
IV. Los informes y las máscaras
María pasó la noche en la oficina. Entre facturas, descubrió un patrón: transferencias a una cuenta en las Islas Caimán, autorizadas por firmas digitales de Eugenia Siforosa. "Imposible", murmuró. Eugenia era meticulosa, casi obsesiva. Al cruzar datos, notó que las fechas coincidían con días en que el sistema había sufrido "fallas técnicas".
Eugenia, por su parte, recibió un correo anónimo: "¿Sabes que tu firma digital fue copiada? Pregúntale a Jorge". Las manos le temblaron. Recordó que Jorge le había ofrecido "ayudarla" a actualizar su contraseña meses atrás.
V. El incendio y la confesión
Una semana después, un olor a quemado invadió el cuarto piso. María corrió hacia su escritorio: su cuaderno negro ardía en una papelera. Entre las llamas, vio la silueta de Jorge alejándose. Sin pensarlo, tomó el extintor y sofocó el fuego. Entre las cenizas, encontró una llave USB con copias de seguridad de los informes alterados.
Esa misma tarde, Eugenia confrontó a Jorge en el estacionamiento.
—¿Por qué? —exigió, mostrando el muñeco manchado y el correo.
—Porque este lugar no es para santas ni princesas —rió él, acercándose—. Aquí se sobrevive manchándose… o rompiendo a otros.
Un claxon retumbó. María apareció en su viejo bici carro, con la USB en la mano.
—Tengo pruebas de que él copió tu firma —dijo, mirando a Eugenia—. Y de mucho más.
VI. Los espejos rotos
Al día siguiente, Pánfilo Gallardino regresó. Con los documentos de María y el testimonio de Eugenia, Jorge fue despedido. Pero el edificio Kronos siguió igual: el aire olía a cloro y mentira, las risas seguían afiladas.
María continuó auditando verdades, ahora con una taza nueva que Eugenia le regaló: "Para la monja que salvó a la princesa". Eugenia, por su parte, dejó el Ford en casa y empezó a usar zapatos bajos.
Ambas entendieron que la crueldad no se erradica, pero se puede esquivar. A veces, incluso, se devuelve.
En el baño del cuarto piso, el váter aún rezuma vapor ocasionalmente. Pero ahora, una placa dice: "Cuidado: refleja lo que llevas dentro".
Fin
Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
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