Mi voz por todos los que fueron y son Ramirito:
Naiguatá, diciembre que huele a uva playera
A ustedes, que el agua me devuelve en sueños.
A ustedes, que no aparecen en las listas ni en las oraciones oficiales.
A todas las Leida, que aún preguntas con la espuma, sin respuesta.
Cada martes subo con la franela morada. No es por devoción, es por terquedad:
no quiero que el cerro se trague la historia.
No quiero que el silencio se convierta en costumbre.
Por eso entierro chancletas, dientes, fotos.
Por eso aplasto uvas playeras hasta teñir la arena, hasta que parezca carne.
Don Jacinto dice que el barro escupe lo que no digiere.
Yo creo que el barro recuerda, aunque no hable.
La tierra escribe con tinta morada —savia, uvas playeras, lágrimas—
nombres que algún día fueron gritados
y hoy apenas susurran entre acantilados.
Si esta carta les alcanza,
si el viento la lleva entre espumas,
quiero que sepan que todavía hay rituales,
que todavía hay alguien que pregunta “¿mamá?” por ustedes.
Que todavía quedan vivos que no han aprendido a olvidar.
Ramirito.
LO QUE EL BARRO NO TAPÓ
Donde hubo muerte, sangran uvas playeras.
Donde hubo olvido, crecen altares de latas.
Donde hubo silencio, vuelan franelas teñidas de memoria.
Norma Cecilia Acosta Manzanares
Caracas, junio de 2024
I. EL RITUAL
La sal carcomía nombres en el cementerio de Macuto. Letra a letra, borraba lápidas hasta dejarlas blancas como esqueletos de cangrejo. Pero Ramiro sabía que el verdadero ladrón venía de arriba: del Ávila que un diciembre soltó su piel de lodo y sepultó media vida.
—¡Ramirito! ¿Otra vez pa’l cerro? —La abuela Concha le gritó desde su puesto de empanadas de cazón.
Él asintió sin volverse. Era martes. Día de clavar la franela roja en el acantilado.
II. LOS HOMBRES DEL MUELLE ROTO
El pueblo olía a pescado muerto y promesas vacías. En el muelle fantasma, don Jacinto observaba a Ramiro mientras aplastaba uvas playeras con el talón descalzo. El zumo morado corría entre las tablas como sangre vieja.
—Ese muchacho carga un pueblo entero en los ojos —masculló, limpiándose las manos teñidas de púrpura.
—¿El loco de los martes? —preguntó Cheo, dedos retorcidos por cargar cadáveres en el 99.
—Loco sería si no subiera —respondió don Jacinto.
III. LA BOTA EN LA ORILLA
El mar vomitó una bota escolar de charol negro. Ramiro la recogió bajo la lluvia catira. Al frotar la hebilla dorada, sus dedos brillaron morados por el jugo de uva.
—¿Verdad que es tuya, estrella de barro? —susurró.
—¿Pa’ qué entierra esa chancleta? —gritó Cheo.
Don Jacinto estrujó un racimo de uva playera en su puño:
—Pa’ que los muertos sepan que aquí quedamos vivos.
IV. LAS MANOS QUE PREGUNTAN
Noche de luna llena. Ramiro clavó la franela. Entonces las vio: manos infantiles emergiendo de las olas. Pálidas. Translúcidas. Dibujando "¿mamá?" en jeroglíficos de espuma.
Una mano se alzó. Sostenía un diente. Las uñas moradas brillaban como vino agrio, y alrededor de las cutículas, anillos verdes de savia formaban coronas de musgo.
—¡Leida! —rugió Ramiro. La mano se deshizo en espuma. Solo quedó el diente sobre una piedra negra.
El aire olía a uva playera fermentada y lágrimas saladas.
V. EL ALTAR DE LAS VENAS VERDES
Antes del amanecer, Ramiro enterró:
- El diente
- La franela morada
- La foto
Arrancó una hoja de llantén de las grietas del acantilado. La machacó entre piedras hasta extraer su baba verde, luego untó el diente:
—Pa’ que no duela, hermanita.
Al apilar las latas de sardinas, Cheo señaló las venas de la hoja:
—Mira, don Jacinto... parecen quebradas.
El viejo pisoteó racimos de uva playera hasta teñir la arena de púrpura:
—Estos altares son mapas del dolor.
VI. LO QUE QUEDÓ
El viento arrancó la franela. Voló como pájaro herido sobre las ruinas del Castillo San Carlos. Ramiro sonrió. Por primera vez en diez años.
—¿Y esa sonrisa, Ramirito? —preguntó la abuela vendiendo cocadas.
—Me devolvió un pedazo.
Don Jacinto aplastó uvas playeras contra su pecho, dejando un mapa morado en la camisa:
—Al barro no le gusta que le roben... Pero siempre suda lo que no pudo digerir.
EPÍLOGO: LA TINTA MORADA
En los acantilados de Naiguatá, las uvas playeras siguen creciendo. Cada diciembre, cuando la brisa arrastra su olor agridulce, los pescadores juran:
"Es la tierra escribiendo con sangre morada
los nombres que el lodo quiso robar."
Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
Junio 2024.