Oración con las Manos Vacías
No rezo.
Las palabras sagradas se me quedaron
en el fondo del vaso donde bebí el miedo.
Ahora solo me quedan
estas manos vacías
y el fantasma de la niña que fui
antes de que me enseñaran
a medir el mundo por el peso del acero.
¿A qué santo recurro?
¿A qué dios pido clemencia?
Todos se han dormido
en sus altares de yeso.
Solo me responde el eco
de mi propia respiración:
un mantra roto
que se repite en la oscuridad.
Amén es el sonido
de un pulmón que se expande
a pesar de todo.
Es el acto más íntimo de desafío:
seguir tomando aire
en un mundo que preferiría
el silencio de los sumisos.
Respirar es recordar
que mi cuerpo aún es mío.
Que esta carne—marcada, cansada—
aún alberga la semilla
de la que nací:
la que no sabe de guerras,
la que solo conoce
el lenguaje del sol en la piel
y la terquedad de las raíces.
La verdadera rebelión
nace aquí:
en este rincón oscuro del pecho
donde aún guardo
el nombre verdadero de las cosas.
Donde el miedo no ha logrado
borrar el mapa de mis sueños.
Amén. Amén. Amén.
No es una plegaria—
es un recordatorio:
mientras haya aliento,
hay posibilidad.
Mientras estas manos
se acuerden de su vacío,
tendrán la libertad
de llenarse de futuro.
—
Nota:
Esta no es una oración de fe,
sino de memoria.
No pido—recuerdo.
No ruego—reafirmo.
La santidad no está en los cielos,
sino en este cuerpo herido
que se niega a dejar de latir.
La paz no se mendiga—
se exhala.
Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
Derechos Reservados de Autor.