viernes, 26 de diciembre de 2025

La Balsa de los Olvidados



 












La Balsa de los Olvidados

La pintura estaba seca. Demasiado seca. Los dos hombres de la balsa no eran figuras, eran gestas: músculos tallados en óleo, venas de bermellón y sombra. Remaban hacia el borde del lienzo, hacia el vacío donde el barniz terminaba y empezaba el aire quieto del estudio. El viejo sostenía entre las manos no un pez, no un pedazo de pan, sino el último cabo de cuerda sin pintar, el hilo de lino crudo del propio lienzo. La materia prima. La promesa.

—¿Sientes? —murmuró el joven, sin dejar de remar—. El cuadro ya no pesa.

El anciano cerró los ojos. No era el peso del cuadro lo que se había ido, era el peso de la intención. El pintor había muerto esa mañana. Un infarto silencioso frente a la paleta todavía húmeda de azul ultramar. Y con él se había roto el puente entre la voluntad y la forma. Lo que quedaba no era una obra maestra ni una obra fallida. Era un lugar. Un lugar sin dueño.

La crítica, de haberla, hubiera hablado de “desposesión estética”, de la “pérdida del centro narrativo”. Pero no hubo crítica. Solo hubo una galerista que llegó por la tarde, vio el cuerpo frío en el suelo, vio el cuadro en el caballete y llamó a una ambulancia antes que a un experto. La obra quedó allí, olvidada en el caos de la muerte. Un naufragio detenido a medio hundirse.

Entonces llegó la noche. Y con ella, el hijo del pintor. Un hombre con las mismas manos que su padre, pero dedicadas a arreglar motores, no a mezclar tierras de Siena. Se sentó frente al cuadro, exhausto, vacío. No lloró. No rezó. Solo miró. Y al mirar, sin querer, hizo lo que su padre nunca se permitió: dejó de ver una composición y vio una balsa.

Vio el miedo en los trazos demasiado seguros. Vio la prisa en las pinceladas que querían terminar antes de que la idea se escapara. Vio, por primera vez, que su padre no había pintado una alegoría del naufragio. Había pintado el deseo de llegar a algún lado, aunque fuera al borde de la tela.

Una gota de sudor cayó de su frente al suelo de madera. No fue un poema virtual. No fue un acto de voluntad artística. Fue cansancio. Fue humano.

En el cuadro, el agua quieta tembló.

No fue un temblor épico. Fue apenas una ondulación, como la que deja una lágrima al caer en un charco. Pero fue suficiente.

El anciano de la balsa abrió los ojos. No miró hacia la orilla pintada. Miró hacia el borde del lienzo, hacia donde estaba sentado el hijo, cuya silueta se recortaba contra la ventana oscura.

—No es un espectador —susurró el viejo, y su voz ya no era de óleo agrietado, sino de aire entre dos mundos—. Es un heredero.

El joven dejó los remos. No eran necesarios. La balsa ya no se movía por la fuerza, sino por una leve, terrible atracción. Como un barco que es arrastrado no por la marea, sino por el vacío que deja otro barco al hundirse.

No llegaron a la mano del espectador. Llegaron al silencio compartido. Al vacío que une a un padre muerto, un hijo vivo y dos figuras que ya no necesitaban ser salvadas, porque habían encontrado algo más valioso que la orilla: habían encontrado un testigo que no juzgaba, que solo veía.

Y en ese ver sin intención, sin teoría, sin la palabra “arte” interponiéndose como un vidrio, por primera vez se sintió el frío del agua, el crujir de la madera, el viento que no estaba pintado pero que ahora soplaba desde la habitación vacía.

La obra no se humanizó. Se hizo real. Y lo real no necesita ser perfecto. Solo necesita ser.

Autora: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
Caracas, Venezuela.

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