Nosotros, los venezolanos, somos esas piernas rotas
No el árbol decorado,
sino la caja de zapatos vacía
que aún se pasa de mano en mano en el salón pardo.
Somos el brillo —no torpe, sino terco— en la mirada
cuando se ofrece, no el cielo, sino el último pedazo de pan,
y se llama compartir.
El fondo no es solo de tela gastada y olvido.
Es la geografía de un país que se desarma en las juntas de la mesa,
donde el tiempo no se detiene: se desangra lentamente.
El desorden del papel partido no es paz;
es la cronología de un éxodo,
el rastro de visas denegadas,
las hojas de un árbol genealógico que ahora crece en otras tierras.
Uno sostiene un camión, sí, y un anhelo,
pero el anhelo tiene forma de pasaporte.
La sonrisa sí sabe de heridas.
La sabe toda.
Mira al compañero, cuyas piernas son las de todos,
y ve en la silla de ruedas el mueble más honesto de la casa:
no niega la caída,
la rueda.
¿Qué importa el calcetín si no hay camino?
Importa.
Importa porque alguien, en este rincón de azar y dolor,
te lo tejió en la noche,
con hijos hambrientos mirando,
creyendo aún en el milagro mínimo
de abrigar un pie invisible.
El regalo no da el valor.
El valor lo da la mano, al darlo,
cuando la mano misma es un territorio en disputa.
Somos la estampa de un mundo al revés.
El que nada parece entender, lo entiende todo:
que la patria no se mide en kilómetros cuadrados,
sino en este acto de sacarse juntos del lodo,
cuerpo a cuerpo,
con las uñas,
con la única certeza de que el otro —este otro, aquí—
no soltará tu nombre al vacío.
Aquí, la amistad es un órgano vital de emergencia.
Una pierna colectiva, rota, que aprende a caminar de nuevo
apoyándose en el hombro del lado,
que también cojea.

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