En Gaza, un niño arrastra entre escombros
el silencio pesado de su hermano. Un lamento
que el viento —ceniza y nombres rotos—
no borra del mapa ni apaga en su intento.
El pequeño, con los ojos ya de vidrio,
guarda un sueño que interroga al suelo:
¿por qué esta losa que el odio construyó
sobre cimientos de olvido y tratados viejos?
La arena, geografía de su infancia,
se enrojece con cada paso vivo.
Cada lágrima es un surco que avanza,
cada nombre, un árbol no nacido.
Mientras, tras cristales de oficinas frías,
cifran en números su moral de plomo.
Sus hijos juegan bajo techo y almohada,
y el nuestro aprende a dormir sin lodo.
Que este poema no sea solo herida,
sino semilla que rompa el muro exacto:
una raíz que busque en la mentira
el agua oculta bajo el suelo ardiendo.