Eclipse de dos cuerpos.
Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
Todos los derechos reservados.
La música es miel derramada en la noche,
un líquido lento que pega nuestros torsos al compás.
Mis tacones escriben secretos en la madera,
la seda canta al deslizarse:
es la voz de mis muslos hablándote en morse.
Arqueo la espalda y el tiempo se dobla,
una ola que nace en mis caderas
y muere en tu respiración entrecortada.
No bailamos: creamos gravitación,
órbitas donde tus manos son lunas
que navegan los continentes de mi piel.
Tus labios en mi nuca son uvas estrujadas
que manchan de vendimia el collar de la noche.
Respiro y el aire se hace cardamomo,
una especia que arde sin quemar,
como tu barba en el hueco de mi hombro.
El anillo en tu dedo —círculo de plata fría—
se hunde en mi costado como un meteorito
y deja su cráter de luz sobre mi riñón.
Las costuras del brasier son promesas rotas:
al caer, revelan medias lunas de sudor
que dibujan constelaciones en tu camisa.
La seda ahora es un río dormido en el suelo,
y al pisarla, despierta en susurros de espuma.
Tus palmas —mapas de otro planeta—
descifran cada lunar, cada cicatriz,
y las nombran constelaciones recién nacidas.
Desabrocho tus botones con dientes de poeta,
cada uno libera un suspiro
que me sabe a vino oscuro y canela.
Una perla del collar cruje al caer,
y su sonido —semilla de cristal—
se enreda en tu ombligo antes de rodar
hacia el abismo de las sábanas.
El reloj no es testigo: sus agujas
se enredan en mi columna como enredaderas,
y el tic-tac se convierte en rumor de savia
subiendo por las raíces de mis tobillos.
Las luces son pétalos cayendo.
En el espejo, dos sombras funden sus bordes
hasta ser un solo animal sin nombre
que respira por veinte pulmones,
late con ocho cámaras,
y bebe el tiempo como si fuera un río.
Cuando muerdo tu cuello, la sangre canta
un himno en clave menor que solo mi lengua entiende.
Y en ese instante, somos bosque y trueno,
lluvia y tierra abierta:
algo germina en la oscuridad,
algo que no tiene nombre
pero huele a almendra recién partida
y suena a dos pájaros bebiendo del mismo charco.
Ya no hay música:
solo este zumbido de venas al unísono,
este idioma donde las yemas de los dedos
recitan versos que la boca calla,
y cada beso es una sílaba
en el poema infinito que inventamos
con las costillas, las palmas, las raíces del pelo,
mientras la noche nos teje
un vestido de piel compartida.
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