CADENAS INVISIBLES
Título: Cadenas Invisibles.
Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
País: Venezuela.
En la ciudad de Hierro Gris, donde los rascacielos se alzaban como jaulas de cristal y acero, vivía Lucas. Cada mañana, al sonar su alarma a las 5:00 a.m., él repetía la misma rutina: café amargo, corbata ajustada y un tren abarrotado que lo llevaba a la Corporación Eternis, donde trabajaba como analista de datos. Su salario le permitía pagar un minúsculo apartamento, una suscripción a servicios de entretenimiento y deudas estudiantiles que nunca parecían reducirse. "Es temporal", se decía, mientras tecleaba números en una pantalla que nunca le devolvía la mirada.
La oficina de Eternis era un laberinto de luces led y sonrisas forzadas. Las paredes estaban adornadas con frases como "Tu esfuerzo define tu libertad" y "El éxito es una elección". Pero Lucas notaba cosas: los empleados que se atrevían a cuestionar los turnos extras sin pago eran "reubicados". Los que enfermaban por estrés desaparecían de los grupos de chat. Los jefes hablaban de "flexibilidad laboral", pero los relojes biométricos registraban cada segundo de su presencia.
Un día, durante una reunión, el gerente anunció el programa "Emprende tu Futuro", una iniciativa para que los empleados desarrollaran "proyectos personales" en sus horas libres, con la promesa de que Eternis invertiría en los mejores. Lucas, entusiasmado, pasó noches enteras diseñando una app para gestionar tiempos de descanso. Cuando la presentó, recibió una palmada en la espalda y un correo automático: "Gracias por su contribución. Todo código desarrollado durante su contrato es propiedad intelectual de Eternis, según cláusula 7-B". Su idea, le explicaron, ahora era parte de un paquete de software vendido a otras empresas.
Esa noche, Lucas caminó hasta el bar El Último Respiro, donde encontró a Clara, una ex compañera que había renunciado para abrir su propio negocio. "¿Crees que soy libre?", le dijo amargamente, señalando su local vacío. "Pago impuestos estratosféricos, cumplo regulaciones escritas por cabilderos de las corporaciones, y si quiero vender café orgánico, debo comprarlo a un monopolio que fija los precios. Al final, solo somos esclavos con facturas propias".
Lucas volvió a su apartamento, pasando frente a pantallas gigantes que anunciaban: "¡Conviértete en tu propio jefe!". En su buzón, una carta de la clínica mental recordaba que su terapia para la ansiedad ya no estaba cubierta por el seguro corporativo. Abrió LinkedIn y vio publicaciones de colegas celebrando sus "jornadas maratónicas" y "la cultura de alto rendimiento".
Esa madrugada, soñó con un barco. No eran esclavos encadenados en sus remos, sino personas con trajes elegantes, sonrientes, tecleando en laptops mientras el barco se hundía. El capitán, con el rostro del CEO de Eternis, gritaba: "¡Remen más rápido! El mercado lo exige".
Al despertar, Lucas entendió: la esclavitud nunca se abolió, solo se actualizó. Les dieron nombres bonitos —emprendedor, freelance, profesional independiente—, pero las cadenas seguían allí, monetizadas, algoritmizadas, disfrazadas de libertad. Podías "elegir" tu jaula, pero no salir del zoológico.
Y así, mientras el sol se alzaba sobre Hierro Gris, Lucas siguió tecleando. Porque incluso sabiendo la verdad, el sistema estaba diseñado para que creyeras que la única opción era seguir jugando.
Fin.
PD: En la última escena, alguien en el tren susurraba sobre un sindicato clandestino que operaba en las sombras. Pero esa, tal vez, es otra historia…
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