LA PARADOJA DEL AMOR.



En un pequeño pueblo, vivían Alejandro y Marina, dos amantes destinados a la separación. Alejandro, soñando con un futuro próspero, recibió una oferta de trabajo en la ciudad. Con una sonrisa irónica, exclamó: ¡Qué suerte la mía! Ahora podré estar más cerca de ti, como una estrella que abraza a la luna en el cielo nocturno. Sin embargo, sabía que su partida los alejaría aún más, como dos ríos que corren en direcciones opuestas, pero que anhelan encontrarse en el mar.


Marina, con el corazón hecho pedazos, recibía las cartas de Alejandro como un bálsamo amargo, pues cada palabra escrita dejaba un sabor agridulce en su alma. ¡Qué felicidad la mía! Cada día te siento más cerca, expresaba con sarcasmo, como si estuviera bebiendo un elixir de veneno que le daba vida y a la vez agonía. Pero en cada palabra escrita, sentía un profundo vacío y anhelaba un reencuentro imposible, como una golondrina que vuela sin rumbo en busca del nido perdido.


Luchando en su interior, Alejandro tomó la valiente decisión de regresar al pueblo, dejando atrás su trabajo, su casa y su vida en la ciudad. Con una sonrisa forzada, afirmaba: ¡Qué fácil ha sido todo!, como si estuviera rompiendo las cadenas que lo mantenían prisionero de una vida vacía y superficial. En realidad, sabía que su sacrificio era inevitable y que su vida tomaría un giro inesperado, como un marinero que deja la segura costa para adentrarse hacia lo desconocido.


El amor de Marina y Alejandro era una paradoja en sí mismo. Se amaron desde el primer instante, y ese fue el inicio de su destino trágico, se decía a sí mismo como un poeta maldito atrapado en las garras de un amor imposible. Parecía que estaban destinados a separarse, a pesar de su amor apasionado, como dos estrellas fugaces que se cruzan en el cielo pero que jamás podrán unirse.


En el momento de la despedida, un beso selló sus labios. Ese fue el último aliento de su vida juntos, pensaron en silencio, como dos almas condenadas a vagar en la soledad eterna. La separación los dejó sin ganas de vivir, sumidos en la paradoja de un amor que se desvanecía, como un jardín marchito en mitad del invierno.


Sin embargo, el destino, con su irónica forma de jugar, decidió darles una segunda oportunidad. Marina y Alejandro se reencontraron, abrazándose con fuerza. Ese fue el renacer de su muerte, una paradoja que los devolvió a la vida después de tanto sufrimiento. El viento susurraba su nombre mientras las flores bailaban a su alrededor, como si el universo mismo celebrara su reencuentro.


Juntos, decidieron reconstruir su hogar, llenándolo de detalles y decorándolo con los colores de su amor renacido. Cada rincón del pueblo cobró vida, como si la felicidad estuviera destilada en cada calle y en cada casa. Y así, el pueblo se convirtió en un oasis de amor y esperanza, como una pintura que cobra vida y envuelve a quienes la contemplan.


Marina y Alejandro aprendieron a valorar cada instante y a vivir intensamente, sabiendo que el amor que sentían era único y especial, como un tesoro escondido en el fondo del mar. Juntos, caminaron hacia un futuro incierto, pero lleno de la promesa de una felicidad duradera, como dos mariposas que desafían la gravedad y vuelan libremente hacia la luz del sol.


Y así, la historia de Marina y Alejandro se convirtió en una leyenda que trascendió el tiempo. Los amantes destinados a separarse y renacer juntos se convirtieron en un símbolo de amor inquebrantable y lucha contra la adversidad. Cada noche, cuando las estrellas iluminaban el cielo, el pueblo celebraba su historia de amor inmortal, recordando que el destino puede dar segundas oportunidades y que el amor siempre vence a la adversidad.


Autora: Norma Cecilia Acosta Manzanares 

Caracas-Venezuela 

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