miércoles, 30 de abril de 2025

Gatillo y Exilio



Imagen tomada de Internet.



Título: Gatillo y Exilio. 

Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Derechos de autor reservados.


Las balas no salen solas.  

Duerme la pólvora en la cacha,  

silenciosa, quieta, inmóvil.  

Hasta que alguien decide llamarla  

y la piel se convierte en frontera  

sin regreso.  


Llamemos gatillos el exilio.  

El instante en que una decisión  

se convierte en sentencia,  

en marcha forzada, en un cuerpo  

desprendido de su historia.  


Las palabras también pueden ser balas.  

Algunas disparan decretos,  

otras condenan sin sonido,  

otras construyen muros invisibles  

que separan rostros, nombres,  

hogares que ya no existen.  


Si no querían que existiera,  

¿por qué la guardaban?  

¿Por qué la decisión estuvo siempre ahí,  

esperando el momento  

de rasgar el aire  

y desterrar la vida  

en un solo movimiento?  


El exilio es doble muerte:  

la de marcharse  

o la otra,  

adentro,  

en el propósito sin elección.  


El exilio es un mapa sin regreso,  

un camino sin huellas,  

un eco que muere  

antes de pronunciarse.  


Es una bala sin sangre,  

una herida sin piel,  

un grito que nunca  

encuentra respuesta.  


Si has sentido el peso del exilio, cuéntame: ¿qué significa para ti?



jueves, 17 de abril de 2025

El Evangelio Según El Hipócrita.

 

El Evangelio Según El Hipócrita.

© 2025 [Norma Cecilia Acosta Manzanares]. Todos los derechos reservados. 


Prólogo:


En Valle Oscuro, el Miércoles Santo no es un día, sino una advertencia. Los vientos arrastran pétalos de flores negras desde el cementerio hasta los umbrales de las casas, y en la iglesia, el incienso huele a cera quemada y monedas oxidadas. Pero el verdadero culto no ocurre entre bancas de madera, sino en el mercado de las almas, donde los pecados se pesan en balanzas de bronce y los chismes se venden por puñados de sal.  


Este libro no es una colección de relatos. Es un inventario.


Entre estas páginas hallarás:  

- Un libro de contabilidad con páginas manchadas de sangre seca, donde los nombres de los muertos se escriben al revés.  

- 30 monedas de plata que brillan menos cuanto más las limpias.  

- Un rosario cuyas cuentas son lágrimas petrificadas de quienes creyeron que la culpa era solo un rumor.  


Todo comenzó cuando un niño encontró, bajo las tablas podridas del mercado, un pergamino titulado "Registro de Deudas Espirituales". En él, alguien había anotado:  

- Adela: 124 piedras lanzadas, 458 moscas escupidas.  

- Judas: 30 monedas aceptadas, 1.203 susurros vendidos.  

- El Bendito: 77 sellos falsificados, 3.419 migajas de pan robadas.  


Al final de la lista, en letras minúsculas, decía:  

"Próximo cliente: Tú".  


Los relatos que leerás son las actas de ese libro. No los explores buscando moralejas. Aquí, las oraciones son transacciones, los milagros son trampas contables, y la redención… bueno, la redención es una deuda que solo se salda con intereses.  


Antes de pasar la página, respóndete con honestidad:  

¿Qué mercancía guardas en los pliegues de tu túnica?

¿A cuánto cotizan tus silencios?


Y sobre todo, recuerda: Dios no perdona. Lleva un registro.  


—Fragmento del sermón perdido del padre Agustín, encontrado bajo una losa del mercado de Valle Oscuro.  



Las Monedas del Silencio

Un relato de traición, chismes y culpa en el Miércoles Santo.



El Mercado de las Sombras.

 

En el pueblo de Valle Oscuro, el Miércoles Santo no se celebraba con procesiones, sino con susurros. Era el día en que los comerciantes bajaban las miradas al pasar frente a la iglesia, como si las paredes escucharan sus secretos. Y en el centro de ese silencio incómodo estaba Judas, el supervisor del mercado.  


Judas no era su nombre real, pero todos lo llamaban así desde que, años atrás, había entregado a su mejor amigo por un puesto de poder. Era alto, con una sonrisa que parecía tallada en mármol, y siempre llevaba un escapulario de plata que besaba antes de difundir un chisme.  


—Hermano, te lo digo por tu bien —murmuraba a los vendedores—. Dicen que el padre Agustín usa las limosnas para comprar licor.  

—¿Viste a Clara, la panadera? Su marido la dejó… Algo habrá hecho.  


Sus rumores no eran inocentes. Los dosificaba como veneno, y cuando alguien caía en desgracia, Judas extendía sus manos limpias y decía:  

—Reza, hijo mío. Yo también sufrí por ti.  


La Última Moneda.


Ese año, el Miércoles Santo amaneció con un calor asfixiante. Judas había inventado una mentira letal: Clara, la panadera, estaba embarazada de un hombre casado. El chisme corrió como pólvora. Los feligreses dejaron de comprarle pan, y los niños le arrojaron piedras al grito de "¡Pecadora!".  


Pero Clara no era débil. Esa tarde, mientras Judas contaba monedas en su puesto, lo confrontó:  

—Sé que fuiste tú. ¿Cuánto te pagaron para arruinarme?.  


Judas se llevó las manos al pecho, como si el escapulario lo protegiera:  

—¿Yo, hermana? Solo transmití lo que el pueblo ya sabía… Tu conciencia te acusa, no yo.  


Clara, con los ojos llenos de lágrimas secas, le arrojó una bolsa de tela. Dentro había 30 monedas de plata, las mismas que Judas había exigido a los comerciantes para protegerlos de rumores.  

—Toma tu precio —dijo—. Pero recuerda: hasta el diablo sabe contar.  


El Peso de las Alas.

 

Esa noche, durante el oficio de Tinieblas, Judas se quedó solo en el mercado. Las velas de la iglesia se apagaron una a una, y en la oscuridad, escuchó risas. Eran sus propias palabras, repetidas por voces infantiles:  

—¡Clara es una cualquiera! ¡El padre Agustín es un borracho!.  


De pronto, sintió un dolor agudo en la espalda. Dos protuberancias brotaron de sus omóplatos: alas, pero no de ángel. Eran negras, retorcidas, como las de un murciélago maldito. Trató de arrancárselas, pero cuanto más forcejeaba, más crecían.  


—¿Qué soy? —gritó, mirando su reflejo en un charco de agua sucia.  


Una voz respondió desde las sombras, fría como el metal de las monedas:  

—Eres lo que siempre fuiste: el Judas que vendió hasta su sombra.  


El Jueves del Silencio 


Al amanecer, encontraron a Judas colgado de las vigas del mercado, no con una soga, sino con su propio escapulario. No estaba muerto, sino atrapado en un castigo absurdo: sus alas lo mantenían suspendido en el aire, pero cada vez que intentaba hablar para defenderse, solo salían moscas de su boca.  


El pueblo, en vez de ayudarlo, se limitó a rezar. Era Miércoles Santo, y todos sabían la regla no escrita: quien siembra chismes en Valle Oscuro, cosecha sus propias alas.  


Clara, desde lejos, lo observó mientras amasaba pan. No sonrió, no lloró. Solo susurró:  

—30 monedas… Ni siquera fuiste barato, Judas.  


Reflexión Final 

En Valle Oscuro, el Miércoles Santo no se llora a Cristo, sino a los Judas de mentira que caminan entre nosotros. Ellos creen que sus rumores son piedras que solo hieren a otros, pero ignoran la ley del mercado de las almas: cada moneda de plata aceptada por callar… o por hablar, es un eslabón en la cadena que los ata al vacío.


¿Y tú?

¿Cuántas monedas has guardado en tus bolsillos mientras tus alas crecen en silencio?



Título: "El Mercader de los Jueves Santos" 

Un relato para inquietar el alma.



En los días de la Pasión, cuando Jerusalén se ahogaba en el polvo y el incienso, había un mercado junto al camino donde Jesús cargaba su cruz. Entre puestos de dátiles y telas, destacaba un vendedor al que todos llamaban "el Bendito". Repartía panes sin cobrar, ayudaba a ancianos a cargar sus fardos y sus palabras eran miel: "El amor al prójimo nos salvará". Hasta los sacerdotes elogiaban su devoción. Pero en las noches, entre las sombras de las carpas cerradas, el Bendito contaba monedas robadas y reía.  


Nadie supo jamás su verdadero nombre.  


El problema comenzó cuando un nuevo administrador llegó al mercado, enviado por la iglesia para ordenar los registros de ofrendas. Descubrió que el Bendito adulteraba las donaciones: vendía aceite consagrado a mercaderes paganos, falsificaba sellos en los sacos de trigo y culpaba a los esclavos cuando algo faltaba. Cada vez que el administrador le señalaba un error, el Bendito bajaba la mirada y murmuraba:  

—Hermanos, oren por mí… Soy débil, pero mi fe es fuerte.  


Pero al anochecer, entre sus cómplices, escupía:  

—Ese administrador es un calavera… ¿Creen que su iglesia de ratas me vencerá?.  

Sus blasfemias olían a azufre.  



Jueves Santo: La Traición en el Huerto.


Esa tarde, mientras Jesús lavaba los pies de sus discípulos, el administrador ordenó que toda transacción fuera sellada con un sello de cera bendita. El Bendito, acorralado, preparó su jugada final. Cambió las monedas de plata destinadas a los templos por piezas falsas, y cuando el administrador lo descubrió, gritó frente a la multitud:  

—¡Él es el ladrón! ¡Quiere manchar mi obra sagrada!.  

Intentó golpearlo, pero un joven esclavo lo detuvo. El Bendito huyó hacia la iglesia, donde los ancianos escuchaban quejas. Allí, con lágrimas de cocodrilo, anunció:  

—Renuncio a este lugar… Mi alma no soporta tanta envidia.  


Los ancianos, indiferentes, extendieron un documento. Firmó con una cruz dibujada en sangre de cordero, y al salir, su sonrisa era la de un lobo satisfecho.  



Viernes Santo: El Peso de la Cruz.

 

Mientras clavaban a Cristo en el madero, el Bendito celebró su victoria bebiendo vino adulterado en una taberna oculta. Pero algo ocurrió al caer la noche. Los panes que había robado comenzaron a sangrar miel negra. Las monedas falsas se pegaban a sus manos, quemándole la piel. Voces susurraban en hebreo desde las paredes: “Arrecho… Mamaguevada… Hipócrita", repitiendo cada insulto que él había lanzado.  


Corrió al Gólgota, buscando refugio entre la turba, pero al ver a María llorar, escupió:  

—¡Loca! Tu hijo eligió morir… ¡Yo jamás seré tan débil!.  


Un centurión, reconociéndolo por el olor a incienso podrido que ahora lo perseguía, lo señaló:  

—¡Él vendió el aceite sagrado a los romanos!.  


Lo arrastraron al mercado, donde la multitud, la misma que un día lo alabó, lo apedreó hasta dejar su cuerpo irreconocible.  



Domingo de Resurrección: El Fantasma sin Redención.


Al tercer día, cuando las mujeres encontraron la tumba vacía, el cuerpo del Bendito amaneció en el centro del mercado, rodeado de panes mohosos y sellos rotos. Su rostro, antes sereno, estaba petrificado en un gesto de rabia, los ojos blancos como huevos de víbora. Lo más terrorífico no era su muerte, sino su resurrección: cada año, en Semana Santa, regresa al mercado.  


Se le ve deambular entre puestos, intentando vender misericordias falsas, pero sus palabras se convierten en arañas. Las monedas que ofrece son escarabajos. Y cuando alguien le pregunta su nombre, solo atina a gruñir:  

—Yo soy… el Bendito.  


Pero la iglesia, en su infinita ironía, lo condenó a un milagro invertido: vive para siempre, nadie lo recuerda, y sin embargo, todos lo ven.  


Reflexión final:


¿Cuántos Benditos pululan entre nosotros, usando máscaras de santidad para robar, mentir y envenenar? Él eligió ser esclavo de su propia farsa, creyendo que la iglesia —o el mundo— era tan ciego como su orgullo. Pero hasta los mercados de Dios tienen registros… y las mentiras, tarde o temprano, se firman con la propia sangre.



¿Qué vendemos en el mercado de nuestra alma cuando nadie nos ve?



Título: Las Piedras que Hablan en Viernes Santo.

Un relato sobre chismes, mártires falsos y alas podridas.


Jueves Santo: El Coro de los Susurros.


En el pueblo de San Silencio, nadie rezaba con más devoción que Adela, la directora del coro de la iglesia. Vestida siempre de blanco, con un rosario de perlas y una sonrisa que los feligreses llamaban "la sonrisa de la Virgen", Adela organizaba las procesiones, visitaba enfermos y recogía las confesiones más íntimas de las mujeres del pueblo. Pero en las noches, tras cerrar la iglesia, tejía chismes como arañas tejen sus telas.  


—¿Vieron a Marta, la viuda? Dicen que llora tanto al difunto porque lo envenenó —susurraba Adela a las ancianas, mientras repartía hostias sin consagrar.  

—El padre Ramón pasa horas con el niño huérfano… Algo impuro debe ocultar —comentaba al sacristán, dejando caer las palabras como monedas en un pozo.  


Los rumores de Adela no eran inocentes: los dosificaba para sembrar caos y luego aparecer como la pacificadora. Cuando alguien se ahogaba en la culpa, ella extendía sus alas de compasión:  

—Rezaremos por tu alma, hija mía —decía, abrazando a quien su propia lengua había herido—. Dios perdona… si te arrepientes.  


Viernes Santo: La Piedra que Cayó del Cielo.


Ese año, la procesión de San Silencio llevaba un nuevo paso: Cristo del Perdón Olvidado. Adela, en su papel de devota, caminaba detrás de la imagen con los ojos bajos y las manos juntas. Pero al pasar frente a la casa de Marta, la viuda acusada de asesinato, gritó:  

—¡Mirad! ¡Esa mujer tiene las manos manchadas!.  


La multitud, enardecida por años de rumores, comenzó a arrojar piedras. Marta, desesperada, corrió hacia la iglesia, pero Adela bloqueó las puertas con su cuerpo:  

—Este es un lugar sagrado, hermana. No profanes más el templo.  


Marta murió en el atrio, aplastada por las piedras de los mismos que horas antes le habían llevado flores. Adela, con lágrimas de actriz, se arrodilló junto al cadáver:  

—¡Pobre alma! El demonio la venció… Roguemos por su descanso.  



Sábado de Gloria: Las Alas que Pudren.


Esa noche, mientras el pueblo velaba a Marta, Adela subió al campanario para lanzar su chisme final:  

—Marta dejó una carta… Confesó su culpa y maldijo al padre Ramón —anunció, mostrando un papel en blanco.  


Pero al bajar las escaleras, resbaló. Su tobillo se hinchó como un fruto podrido, y al mirarse en el espejo del baptisterio, vio que su espalda sangraba. Dos protuberancias negras brotaban de sus omóplatos: alas deformes, cubiertas de pus y plumas de cuervo.  


—¡Es un milagro! —mintió al sentir que la observaban—. ¡El Señor me ha marcado como su mensajera!.  


Pero las alas apestaban a carne muerta, y cada vez que Adela abría la boca para acusar a alguien, de sus labios salían moscas.  



Domingo de Resurrección: El Eco que Nadie Oye

Al amanecer, el pueblo encontró a Adela colgada boca abajo en el campanario, sus alas negras atrapadas entre las cuerdas de las campanas. No estaba muerta, sino maldita: las moscas que escupía se convertían en avispas que picaban a los niños, y cada vez que intentaba rezar, el rosario le quemaba las manos.  


El padre Ramón, cansado de sus mentiras, la encerró en la cripta de la iglesia. Allí, Adela sigue susurrando chismes a las paredes, creyendo que alguien la escucha. Pero solo las ratas repiten sus palabras, y cada Semana Santa, cuando las campanas repican, su voz se mezcla con el sonido… pero todos fingen no oírla.  


Reflexión final:

¿Cuántas Adelas existen, usando altares y rosarios para disfrazar sus dagas de palabras? Ella creyó que sus chismes eran piedras que solo golpeaban a otros, pero no entendió la ley del Viernes Santo: cada rumor es un boomerang divino. Al final, las alas que tanto exhibió para parecer santa ahora son la jaula que todos ven… pero nadie nombra.


-¿Qué piedras has lanzado mientras escondías tus alas?


Epílogo: "Sábado de Gloria: El Inventario de las Almas"



La Última Cuenta 

En Valle Oscuro, el Sábado de Gloria no se celebra la Resurrección, sino se auditan las deudas. Los niños, únicos inocentes en un pueblo de adultos marchitos, juegan a buscar monedas brillantes entre las grietas del mercado. Pero Lázaro, un niño de diez años que sobrevivió a los chismes de Judas, las hostias envenenadas de Adela y los panes sangrantes del Bendito, encontró algo más peligroso:  


- Una bolsa de tela con 30 monedas frías, grabadas con nombres de difuntos.  

- Un rosario cuyas cuentas eran ojos de vidrio que parpadeaban.  

- Un sello de cera con el rostro de un ángel sonriente, pero al voltearlo, mostraba una serpiente.  


Los adultos le advirtieron: "Tíralos, hijo. Esas cosas son de los condenados". Pero Lázaro, que había aprendido a leer en los labios de las tumbas, sabía que el verdadero peligro no eran los objetos, sino la tentación de usarlos.  



El Ritual del Olvido  

Esa noche, mientras el pueblo cantaba "Gloria" en la iglesia, Lázaro cavó un hoyo bajo el árbol de Judas, donde años atrás colgaron al supervisor. Allí enterró:  


1. Las monedas: Una por cada chisme que escuchó en el mercado.  

2. El rosario: Enrollado como una serpiente momificada.  

3. El sello: Roto en tres pedazos, cada uno con una letra: M, A, L.  


Al cubrir el hoyo, una voz susurró desde las raíces:  

—Tú podrías ser el nuevo Bendito… El nuevo Judas… ¿Por qué no tomas tu precio?.  


Lázaro, sin mirar atrás, respondió:  

—Porque vi lo que les hicieron las monedas… y preferí mis manos vacías.  


Lunes de Pascua: El Silencio que Heredamos.

A la mañana siguiente, el hoyo estaba cubierto de flores negras. Nadie supo explicar su origen, pero los adultos evitaron el árbol. Lázaro, sin embargo, regresaba cada tarde a leer bajo sus ramas. Un día, encontró una tablilla de arcilla entre las raíces. Decía:  


Inventario del Alma de Valle Oscuro:  

- 1023 chismes sin expiar.  

- 458 monedas de sangre.  

- 1 niño que eligió no vender su silencio.  

- Balance: "La deuda sigue vigente."  


Al voltearla, vio su nombre grabado al revés, como si el barro lo hubiera escrito desde el infierno.  


Reflexión Final: ¿Qué Contabilidad Llevas en tu Alma? 

Los mercados de Dios no cierran. Ni en Semana Santa, ni en Sábado de Gloria. Cada rumor, cada moneda aceptada, cada lágrima falsa, se anota en un libro que nadie lee… hasta que el peso de las deudas rompe el lomo.  


Lázaro creció y se fue del pueblo. Pero dicen que cada Miércoles Santo, alguien deja una moneda sin dueño en el atrio de la iglesia. Y si te acercas, puedes oír el susurro de las flores negras:  


—¿Ya revisaste tu inventario?.   


✝️




miércoles, 16 de abril de 2025

Aura en Eclipse

 Título: Aura en Eclipse.

Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

País: Venezuela.


                               El cuerpo recuerda la caída,  

                   pero el alma ha aprendido a volar  

                                                 con las cicatrices.


La luz se quiebra en cuchillas,  


el tiempo se desangra en espasmos.  


Caigo: un planeta desorbitado,  


un reloj desmontado en el pecho.  


El cuerpo, un motor que incendia sus cables,  


la mente, un espejo hecho añicos.  


Alguien grita en un idioma de sombras,  


el suelo abre sus fauces de vértigo.  


Sé que soy un náufrago de carne,  


un dios ebrio tropezando en su cielo.  


—Y luego, el silencio.  


Vuelvo como un recién nacido de plomo:  


las manos me pesan de siglos,  


la lengua es un pájaro muerto.  


El mundo se inclina, líquido,  


como si las paredes lloraran.  


Una voz me cubre con manta de estrellas:  


"Estás aquí, estás aquí".  


Ahora sé que la tierra es frágil,  


que los latidos son pactos inciertos.  


Toco la corteza de las cosas:  


la mesa tiene raíces,  


el vaso tiembla de historias.  


La luz ya no corta: acuna,  


un niño que mece cenizas.  


Me miro en los ojos del otro  


y veo el abismo que nos une:  


todos somos islas con grietas,  


arcillas que sangran y sueñan.  


La epilepsia, un recordatorio brutal:  


la vida es un hilo de vémito y oro,  


un vértigo que abraza.  


Camino sobre la cuerda del ahora,  


agradezco el dolor de las uñas,  


el pan que sabe a milagro.  


El mundo no es sólido,  


pero en sus rendijas  


respira algo sagrado:  


la compasión de lo quebradizo,  


la belleza de estar, simplemente,  


después del derrumbe.  


© 2025 [Norma Cecilia Acosta Manzanares]. Todos los derechos reservados. 



sábado, 12 de abril de 2025

Espejo de Crueldad










 Título: Espejos de Crueldad

 

I. La ciudad gris.


La urbe no tenía nombre, o quizá lo había perdido entre el humo de las fábricas y el eco de los pasos apresurados. Los rascacielos, gigantes de acero y vidrio ahumado, se alzaban como tumbas verticales donde las almas se oxidaban. En el edificio Kronos, una mole de concreto que devoraba empleados como engranajes desechables, dos mujeres respiraban el mismo aire envenenado, pero en mundos opuestos.  


María Clara, auditora interna de 34 años, ascendía cada mañana las escaleras de emergencia para evitar el ascensor. No por salud, sino para esquivar las miradas de quienes llamaban "la monja de acero". Su traje gris, siempre impecable, contrastaba con las paredes descascaradas del cuarto piso, donde revisaba facturas y balances con una lupa heredada de su abuelo relojero. Su escritorio, libre de fotos o adornos, guardaba solo un termo de café amargo y un cuaderno de tapas negras donde anotaba verdades que nadie quería leer.  


Eugenia Siforosa, administradora de operaciones de 29 años, llegaba en un Ford rojo que brillaba como una herida fresca en el estacionamiento subterráneo. Sus tacones repiqueteaban en el mármol del vestíbulo, donde las secretarias susurraban que su puesto era "regalo" de algún director. Nadie mencionaba su maestría en gestión ni las noches que pasaba ajustando presupuestos para evitar despidos. Su oficina, en el piso 20, olía a jazmín y ambición.  


II. El baño y el vapor del infierno.


Aquel lunes, María llegó antes que el sol. Mientras preparaba su café, un gemido metálico retumbó en las tuberías. Siguió el sonido hasta el baño de mujeres, donde el váter del último cubículo despedía un vapor verdoso. El hedor era físico: ácido, como carne quemada mezclada con químicos. Sin dudar, enfundó guantes de látex y abrió su mochila: cloro, escobilla, papel absorbente. Restregó hasta que sus brazos ardieron, ignorando el líquido cálido que escapó de su vejiga y mojó el dobladillo del pantalón. "La señora Ramírez no merece esto", pensó, refiriéndose a la limpiadora anciana que le dejaba chocolates en su cajón.  


Al salir, Jorge Bermúdez, jefe de contabilidad y autor de facturas falsas que María había marcado en rojo, la esperaba con los brazos cruzados. Detrás de él, un charco de cloro brillaba bajo la luz fluorescente.  


—¿Crees que por limpiar excusados te salvarás del despido? —escupió, señalando las paredes salpicadas de desinfectante—. ¡Hasta el techo manchaste, loca!  


Las carcajadas brotaron de los cubículos cercanos. María no respondió. Sabía que Pánfilo Gallardino, el gerente de ética y único aliado, estaba en una reunión en otra sucursal. "Te quieren fuera antes de que presentes el informe de las transferencias fantasmas", le había advertido.  



III. El Ford y el perro que no estaba

Eugenia salió tarde de una reunión con proveedores. Tres cervezas y el halago de un cliente le habían nublado la vista. En el estacionamiento, su Ford rugió al encender, y al reversar, un golpe sordo sacudió las llantas. Bajó corriendo. Bajo el farol, un perro pequeño, de pelaje blanco y collar azul, yacía inmóvil. Un hilo de sangre serpenteaba hacia la alcantarilla.  


—¡No, no, no! —gritó, arrodillándose. Tocó el cuerpo tibio, pero el animal se desvaneció como humo. Solo quedó un muñeco de peluche manchado con pintura roja y una nota: "Relájate, princesa. Era broma".  


Al subir al auto, vio a un grupo de empleados riendo tras una columna. Entre ellos, Jorge Bermúdez, quien días antes le había dicho "esa oficina es demasiado grande para una niña".  


IV. Los informes y las máscaras

María pasó la noche en la oficina. Entre facturas, descubrió un patrón: transferencias a una cuenta en las Islas Caimán, autorizadas por firmas digitales de Eugenia Siforosa. "Imposible", murmuró. Eugenia era meticulosa, casi obsesiva. Al cruzar datos, notó que las fechas coincidían con días en que el sistema había sufrido "fallas técnicas".  


Eugenia, por su parte, recibió un correo anónimo: "¿Sabes que tu firma digital fue copiada? Pregúntale a Jorge". Las manos le temblaron. Recordó que Jorge le había ofrecido "ayudarla" a actualizar su contraseña meses atrás.  


V. El incendio y la confesión


Una semana después, un olor a quemado invadió el cuarto piso. María corrió hacia su escritorio: su cuaderno negro ardía en una papelera. Entre las llamas, vio la silueta de Jorge alejándose. Sin pensarlo, tomó el extintor y sofocó el fuego. Entre las cenizas, encontró una llave USB con copias de seguridad de los informes alterados.  


Esa misma tarde, Eugenia confrontó a Jorge en el estacionamiento.  


—¿Por qué? —exigió, mostrando el muñeco manchado y el correo.  


—Porque este lugar no es para santas ni princesas —rió él, acercándose—. Aquí se sobrevive manchándose… o rompiendo a otros.  


Un claxon retumbó. María apareció en su viejo bici carro, con la USB en la mano.  


—Tengo pruebas de que él copió tu firma —dijo, mirando a Eugenia—. Y de mucho más.  


VI. Los espejos rotos


Al día siguiente, Pánfilo Gallardino regresó. Con los documentos de María y el testimonio de Eugenia, Jorge fue despedido. Pero el edificio Kronos siguió igual: el aire olía a cloro y mentira, las risas seguían afiladas.  


María continuó auditando verdades, ahora con una taza nueva que Eugenia le regaló: "Para la monja que salvó a la princesa". Eugenia, por su parte, dejó el Ford en casa y empezó a usar zapatos bajos.  


Ambas entendieron que la crueldad no se erradica, pero se puede esquivar. A veces, incluso, se devuelve.  


En el baño del cuarto piso, el váter aún rezuma vapor ocasionalmente. Pero ahora, una placa dice: "Cuidado: refleja lo que llevas dentro".  


Fin


Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Derechos Reservados de Autor 


¿QUÉ NO SE HA DICHO? ©

 ¿QUÉ NO SE HA DICHO? © Todos los derechos reservados Autora: Norma Cecilia Acosta Manzanares País: Venezuela Tema: Día Internacional contra...