Monólogo La Cruz y el Eco del Dolor
Monólogo La Cruz y el Eco del Dolor
Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
País: Venezuela.
Todos los Derechos Reservados
(En voz baja, casi susurrando)
En el huerto, la luna lloró sal...
y el sudor de su rostro se tornó en sangre.
Gotas de agonía que el cielo contempló,
mientras el beso del traidor ardía en sus labios.
(La voz se eleva, con dolor)
Los látigos silbaron como serpientes hambrientas,
desgarrando su piel, trazando un mapa de sufrimiento,
un mapa de ríos rojos, de un dolor sin nombre.
Y el silencio... el silencio gritó en cada herida abierta.
(Con intensidad)
La corona, tejida de espinas y sombras,
clavó en su frente el peso de un reino
que no era de oro, sino de lágrimas.
Cada espina, un relámpago en su mente.
(Con angustia creciente)
Cargó la cruz como un pecado ajeno,
cada paso, un mundo que se quebraba.
El polvo del camino se mezcló con su sangre,
mientras la multitud... ¡mientras la multitud reía!
(Con voz quebrada)
En el madero, los clavos se convirtieron en puentes,
puentes entre el cielo y el infierno que habitamos.
Sus manos, perforadas por nuestro olvido,
sostuvieron el peso de todas nuestras traiciones.
(Con desesperación)
El sol se apagó... la tierra tembló.
Y su grito, ¡su grito! rasgó la eternidad:
"Dios mío, ¿por qué me has dejado?"
Y el eco... el eco respondió con nuestro nombre.
(Con solemnidad)
El costado abierto fue un manantial,
sangre y agua, un río de perdón.
Pero también un espejo... un espejo que refleja
la crudeza de nuestro corazón.
(Con tono de reproche y dolor personal)
Tu espalda abierta, un mapa de dolor,
cada latigazo, un lamento en la eternidad.
Y tu cabeza, coronada de espinas,
mostraba la fragilidad de nuestra humanidad.
(Con voz temblorosa)
¿Y yo? ¿Qué hago yo? Me quejo, me rebelo,
digo que no creo en la salvación...
¡Mientras tu sangre, en silencio, me grita
que el amor más profundo fue tu entrega!
(Con amargura)
Lloro por un amor que no me dieron,
por un ingrato que no supo amar.
Pero tú... ¡tú! En la cruz, con los brazos abiertos,
me diste todo sin nada exigir.
(Con frustración)
Pido eutanasia, huyo del sufrimiento,
sin ver que tu dolor fue el más grande.
Y mi ego... ¡mi ego! Se alza, ciego y soberbio,
creyendo que mi llanto es el más genuino.
(Con voz quebrada, casi llorando)
¿Acaso no ves que mi ingratitud
es otra espina en tu frente sagrada?
¿Que mi desdén es un clavo más
en tus manos, por mí, destrozadas?
(Con fuerza y convicción)
Tu amor no fue un susurro, no... fue un rugido,
un terremoto que partió la historia.
Y yo, en mi pequeñez, lo minimizo,
encerrado en mi propia falsa gloria.
(Con tono suplicante)
Hoy, al mirar la cruz, no cierres los ojos...
No huyas de la angustia, del dolor real.
Porque cada herida, cada gota derramada,
fue por ti, por mí, por nuestra eterna maldad.
(Con determinación)
Despierta, alma mía, abre los ojos,
mira la cruz, contempla su verdad:
el que murió allí no fue un cualquiera,
fue Dios mismo, quebrantado por ti.
(Con humildad)
¿Cómo no vivir agradecido?
¿Cómo no postrarme en humildad?
Si tu amor, Jesús, fue tan grande,
que abrazaste la cruz por mi eternidad.
(Con voz suave, casi un susurro final)
Arrepiéntete, alma, de tu ceguera,
deja que su gracia te levante hoy.
Porque en la cruz no solo hay dolor,
sino vida, perdón, y un amor infinito.
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