BAJO EL MANTO DE LA VERDAD
La noche era un lienzo oscuro, rasgado por relámpagos distantes que iluminaban brevemente la vastedad del Orinoco. La curiara avanzaba lentamente, deslizándose sobre las aguas negras como el azabache. Al frente, Ayopowe, el líder, remaba con fuerza, su rostro marcado por el sol y los años. Era un hombre de pocas palabras, pero su mirada firme revelaba una vida llena de decisiones difíciles y un corazón que, aunque endurecido, aún guardaba un rescoldo de esperanza.
De repente, como surgida de la misma bruma del río, apareció una figura en la orilla. Era una mujer, alta y esbelta, con cabellos negros que caían como cascadas sobre sus hombros. Sus ojos, profundos y oscuros, parecían contener todos los secretos de la selva. Se llamaba Yarima, y su presencia era tan cautivadora como inquietante.
Ayopowe, aunque desconfiado, sintió una curiosidad irresistible. "¿Quién eres, y qué haces aquí, en medio de la nada?" preguntó, su voz grave cortando el silencio de la noche.
Yarima sonrió, una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Soy una viajera, como tú. Y tal vez, como tú, busco algo que el Orinoco no puede ofrecer."
Sin más explicaciones, Ayopowe la invitó a subir a la curiara. No sabía por qué, pero algo en ella lo impulsó a darle esa oportunidad. Sin embargo, pronto descubriría que Yarima no era una compañera cualquiera.
A medida que avanzaban, Yarima comenzó a tejer sus palabras como una araña teje su red. Con una voz suave pero implacable, reveló secretos que nadie quería escuchar. Le habló a Apawe, el joven cazador, sobre la envidia que Pataye sentía hacia él. A Amiyë, la tejedora de chinchorros, le recordó el amor que había perdido por su terquedad. Y a Ayopowe, le susurró al oído las dudas que siempre había enterrado bajo capas de determinación.
Cada palabra de Yarima era como un machetazo, cortando las ataduras que mantenían unido al grupo. Las risas se convirtieron en silencios incómodos, las miradas en sospechas. La confianza, construida durante años de viajes compartidos, comenzó a desmoronarse.
Una noche, bajo un cielo lleno de estrellas, Ayopowe decidió enfrentarla. "¿Por qué haces esto, Yarima? ¿Qué ganas con sembrar tanto dolor?"
Ella lo miró fijamente, y por primera vez, Ayopowe vio algo más en sus ojos: no solo frialdad, sino también una tristeza profunda. "La verdad duele, Ayopowe, pero es necesaria. ¿De qué sirve vivir en una mentira? ¿De qué sirve fingir que todo está bien cuando no lo está?"
Ayopowe guardó silencio, sus pensamientos revolviéndose como las aguas del Orinoco en temporada de crecida. Yarima tenía razón, pero su método era brutal, despiadado. Sin embargo, también entendió que, a veces, solo el dolor puede llevarnos a sanar.
Poco a poco, los miembros de la curiara comenzaron a enfrentar sus verdades. Apawe habló con Tapaye, Amiyë lloró por el amor perdido, y Ayopowe aceptó sus propias debilidades. Yarima, como había llegado, desapareció una noche sin dejar rastro.
Al amanecer, la curiara continuó su camino, pero ya no era la misma. Las heridas aún dolían, pero también estaban limpias, listas para cicatrizar. Ayopowe miró al horizonte, sintiendo el peso de la verdad en su corazón.
Y así, bajo el cielo infinito del Orinoco, aprendieron que la sinceridad, aunque dolorosa, es el único camino hacia la libertad. Yarima no había sido una destructora, sino una catalizadora. Y en su ausencia, dejó algo más valioso que la armonía superficial: la posibilidad de un nuevo comienzo.
Autor: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
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